Rebelión
¿Es factible sostener con alguna ética y con alguna base conceptual y científica que en Colombia no hay conflicto armado? Después de tanto sufrimiento humano que lo confirma, ciertamente no es serio ni correcto siquiera hacer la aseveración según la cual dicha confrontación no existe. Si es absurdo mantener esa posición, es igualmente imposible probarla o darle fundamento. Sería casi una ocurrencia ridícula motivo de risa, de no ser porque ha logrado instalarse como una lógica perversa que influye negativamente en nuestra sociedad y que, en cuanto grave peligro para nuestra propia identidad y memoria como país, debe ser derrotada y superada.
De ese modo, sin que se les descomponga el rostro, en diversos espacios aparecen quienes niegan el conflicto armado, después de los más de cincuenta mil muertos y de una cantidad semejante de desaparecidos forzados que aquel ha producido en los últimos veinte años; después de cinco millones de desplazadas y desplazados; después de millones y billones de pesos destinados a la guerra; después de haber mandado al campo de batalla a cientos de miles de jóvenes colombianos; después de incontables tragedias y dramas personales y colectivos.
Uno tiene el derecho de opinar. Puede opinar que no hay conflicto. Lo que no puede es eludir sus responsabilidades penales por la violación de leyes que le era obligatorio respetar. Normas imperativas como las del derecho humanitario para regular y comportarse en ese conflicto considerado y probado como tal. De ahí que el enredo creado para negar lo visible, tenga que ver tanto con un sofisma de distracción para desviar la atención sobre otros problemas que estallan públicamente, como con una supuesta trama argumental a largo plazo, para escudarse por la responsabilidad en crímenes que ya están siendo documentados. Ese negacionismo no es sólo una cuestión de opinión reprochada desde cánones éticos. Es castigado como delito terrible en muchas legislaciones cuando está al servicio de perversas estrategias exculpatorias y envilecidas que son una afrenta a los derechos de las víctimas y de la sociedad en general.
Para cualquier observador formado y ecuánime, incluso si se sitúa con cierta ilustración en la posición más conservadora en el espectro ideológico, resulta totalmente inviable remover, no sólo de nuestra historia, de nuestras estructuras sociales y políticas, de nuestra economía, de nuestros estratos culturales, sino de la propia legislación, todo aquello que se desprende de la existencia de un conflicto que nos ha determinado en gran medida. Por eso, aunque quisieran los sectores más reaccionarios, borrar todo vestigio de ese conflicto armado en cuanto tal, les resulta impracticable e inalcanzable, por que existe tal acumulado normativo en diversas áreas (presupuestal, fiscal, penal, militar, administrativa, etc.) que ya no es posible hacer desaparecer la evidencia.
Precisamente, quizá la razón de ese negacionismo esté en la responsabilidad que se quiere sepultar por un círculo de pensamiento retrógrado que llevó el conflicto al extremo, acudiendo a medios y estrategias fuera de toda regulación, y que pretende hoy ocultar su deuda y su trance penal, invirtiendo la verdad hasta lograr engañarnos a todos, presentando su papel como titánico. Su tesis negadora y negacionista se explica por un interés de complicidades, que buscan distorsionar ya no sólo sobre las causas que han dado lugar históricamente a esa confrontación bélica que dura ya medio siglo - y que demuestran una gran incapacidad política y militar para hallar soluciones estables -, sino para enmascarar la forma en que se orientó la guerra durante los últimos años, en la que el Estado desconoció múltiples leyes no sólo internas sino de derecho internacional.
Quienes agitan tal postura negacionista que cualquier ciudadano sensible puede rebatir, además de querer esconder los efectos sobre la población más empobrecida y expoliada víctima de la guerra, buscan tapar los beneficios particulares obtenidos por un puñado de poderosos que se lucraron y se continúan lucrando de ese conflicto, ya no visto y tratado como tal, incluso en la perspectiva de su resolución, sino tergiversado y prolongado como un exclusivo problema de seguridad de cuya matriz obtienen jugosos dividendos los que quieren que no se acabe porque viven de su agudización y desorden.
Es más, tengo la convicción que, en el fondo, la razón de ser de esa desfiguración que se procura por quienes dicen que no hay conflicto armado, es no sólo que no haya ni conversaciones ni una paz posible con la guerrilla, sino que no haya nada ni nadie que haga sombra o dispute una especie de estatua o cumbre histórica que se desea erigir a un proyecto fracasado, al largo gobierno que tras el aparente éxito de la “seguridad democrática”, dejó un país más corrupto, más desigual, más pobre, más saqueado, más ruin, más indigno. Sectores adictos a una tendencia totalitaria que niega el contexto de conflicto, aspiran no sólo que no se note el desmoronamiento de sus métodos y que se les siga aplaudiendo por una parte de la sociedad por una obra con pies de barro, sino también crear cortinas de humo propicias para ensayar una justificación o un encubrimiento de sus crímenes, para que el problema penal al que se enfrentan sea visto como un problema político y de opinión. Así como maquinaron una especie de solución final que no fue, fraguan un embrollo para cobijarse y ganar adeptos.
Por eso el básico paso que ha dado el gobierno de Juan Manuel Santos puede interpretarse como el inicio de un giro de rectificación necesaria, que por diferentes motivos le conviene también a esta Administración. Para no cargar no sólo con lo que supone una ridícula posición insostenible tanto conceptual como éticamente, sino para separarse en algún grado de una inconfesable confabulación de alcance penal de responsables de crímenes de lesa humanidad. Pues no puede olvidarse que no depende del capricho del gobernante, sino que es su deber jurídico aplicar el derecho internacional humanitario, al que el Estado le ha dado rango en la Constitución Política y que conforme a ésta ha incorporado y ratificado con desarrollos legales desde hace años y décadas.
En la medida que se reconozca el conflicto armado, como acertadamente ya se ha recomenzado a hacer parcialmente nombrando a una parte de las víctimas de dicho conflicto, otra racionalidad es posible. Una racionalidad constructiva y no destructiva, de apertura a la alteridad, de exploración con el otro, y no de cierre sino de afirmación de una elemental cultura política de cara a soluciones humanas basadas en el diálogo y el consenso.
Falta avanzar mucho, y es urgente hacerlo, en tanto razones de vida y paz social claman todos los días por la búsqueda de escenarios y mecanismos de encuentro para soluciones acertadas. Es por lo tanto una mera consecuencia obvia la afirmación del innegable carácter político de la insurgencia así como acometer la aplicación preceptiva del derecho de los conflictos armados bien por medidas unilaterales o ya por acuerdos o pactos humanitarios entre las partes contendientes. La humanización de la guerra ya nunca más puede siquiera discutirse como necesidad. Está fuera de todo debate que ésta es una exigencia legítima y jurídicamente realizable, que además demandará el concurso de la comunidad internacional como garante de un proceso. Hipótesis ésta que el anterior gobierno quiso no sólo aislar sino manipular para sus propósitos guerreristas, de blindaje y de impunidad.
Por supuesto, nuestra mayor aspiración es que tras el reconocimiento que ya de manera irreversible ha producido al actual gobierno colombiano, se conjuguen todos los esfuerzos para potenciar una salida política negociada al conflicto armado, para una paz con justicia.
En mi calidad de coordinadora de Colombianas y Colombianos por la Paz, en el curso de 2010 y 2011 he recibido comunicaciones directas y expresas de las máximas comandancias de las organizaciones rebeldes FARC-EP y ELN, en las que se manifiesta su voluntad de regular o humanizar el conflicto armado, que no han puesto nunca en duda, y de buscar aproximaciones para una superación definitiva de la confrontación que lleva medio siglo hiriendo a Colombia y a la región. Tengo por lo tanto razones para pensar, una vez derrotada la negación de la guerra, que la paz es el camino y que se abre la puerta para construirla.
Guardo la esperanza de que el actual presidente Juan Manuel Santos sea coherente con el reconocimiento objetivo del conflicto, así como de las partes en contienda, de sus obligaciones éticas y jurídicas y del proceso a seguir para el futuro de Colombia.
Piedad Córdoba Ruiz. Colombianas y Colombianos por la Paz
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