De cuerpo entero
Por: Cecilia Orozco Tascón
La humillación de patria que sufriremos los
ciudadanos cuando la Nación tenga que extraditar a un general
—¡general!— para que un tribunal de otro país lo juzgue por su presunta
participación en redes de narcotráfico, asesinatos selectivos y
paramilitarismo, es responsabilidad directa de los más altos dirigentes
de Colombia, aquellos que gozaron y gozan aún de la admiración de una
masa mal informada y peor formada. No hay que permitir que adornen otra
vez la realidad. Por el contrario, es necesario decir quién fue quién y
cuál papel desempeñaron los actores y actrices de la época, en el
libreto de impunidad que se trazó desde la Casa de Nariño para lograr el
ascenso de un oficial, a pesar de que había sido destituido por
violaciones gravísimas a la ley.
Álvaro Uribe fue gobernador de
Antioquia de 1995 a 1997. El entonces coronel Mauricio Santoyo era el
comandante del Gaula de la Policía con sede en Medellín. En mitad del
período, 1996, hubo un gran escándalo cuando —con el impulso del
gobernador Uribe— el Gaula detuvo al alemán Werner Mauss bajo sospecha
de ser secuestrador. Dos años más tarde un fiscal local pidió investigar
al exgobernador, a su antiguo secretario de Gobierno, Pedro Juan
Moreno, y a Santoyo por supuestas irregularidades y torturas cometidas
en desarrollo de esa captura. Entre 1997 y 1998 el Gaula Medellín
ejecutó una operación masiva de interceptaciones telefónicas (más de
1.700), sin orden judicial, que sería investigada penal y
disciplinariamente en los años siguientes.
El 7 de agosto de 2002,
Álvaro Uribe, nuevo presidente de la República, posesionó como su
secretario de Seguridad al coronel ya procesado y lo sostuvo hasta 2006
pese a que en 2003, por decisión del procurador Edgardo Maya y de su
viceprocurador Gómez Pavajeau, él (Santoyo) y ocho de sus subalternos
fueron destituidos por las faltas “gravísimas” cometidas en torno a esos
hechos. En contraste, el fiscal Luis Camilo Osorio, el funcionario del
que el mandatario dijo que lo mandaría a “clonar”, cerró la
investigación a favor del oficial y su grupo “por falta de pruebas”.
En
mayo de 2006, una sala del Consejo de Estado de tres magistrados, entre
ellos Alejandro Ordóñez, le entregó el pase a la gloria: suspendió
—hasta el día de hoy— la sanción. Se inició de inmediato un operativo
estatal para darle el grado de general al consentido presidencial. En
2007 una junta de la Policía aprobó su nombre. La Comisión Segunda del
Senado, con votos del uribismo parlamentario (Carlos Barriga, Jairo
Clopatofsky, Manuel Enríquez Rosero, Ricardo Elcure -q.e.p.d.-, Luis
Humberto Gómez Gallo, Adriana Gutiérrez, Martha Lucía Ramírez y Manuel
Ramiro Velásquez) desoyó las advertencias de Cecilia López, Juan Manuel
Galán, Jesús Piñacué y Alexandra Moreno, y ratificó el ascenso de
Santoyo. Poco después fue enviado a la misión diplomática de Roma por el
gobierno Uribe. Y, por último, recibió una medalla de su jefe el
presidente, quien se la entregó casi al borde del llanto de la emoción.
Hoy,
el benefactor permanente del general imputado por Estados Unidos se
lava las manos. Ordóñez no aparece. Los senadores que votaron por él
guardan silencio o falsean su actuación. La decisión definitiva sobre la
destitución de Santoyo continúa sin resolverse en la justicia
colombiana. Nada se sabe aquí. Las espaldas de los dueños del Estado son
muy amplias y no traslucen la verdad. Mucho menos dejan ver la posición
moral y política de cada cual.
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