viernes, 24 de febrero de 2012

El Gobierno Santos ¿continuismo del uribismo o regreso del liberalismo?

Por Diego Nieto

El Gobierno Santos ¿continuismo del uribismo o regreso del liberalismo? En el presente texto se pretende realizar un análisis de la coyuntura política actual y los escenarios que esta plantea para los actores políticos involucrados en ella a través de la mirada de tres dimensiones: el Santismo como proyecto político , el modelo de gobierno económico en el que se desarrolla, y finalmente, el escenario que esta configuración presenta a los actores sociales y de la oposición.


¿Es Santos lo mismo que Uribe?: 

El Santismo como proyecto político

La pregunta con la que iniciamos este análisis sobre la coyuntura política actual no está abierta, pero si lo estuvo en el momento electoral de 2009. Muchos, vale decir en ambos lados del espectro ideológico, enfrentaron aquellas elecciones pensando que el uribismo era un proyecto tan fuerte que había transformado la historia política de este país, que había llegado para quedarse, y que en Santos había encontrado la ficha que daría continuidad a este proyecto cuasi reencauche de La Regeneración de Núñez.

¿Quién no pensó, después de todo, que aún cuando el profesor Mockus era poco menos que un tiro al aire,  significaba un contrapeso de la aplanadora uribista? Ahora diremos que por lo menos despertó a una juventud que no se había ni dado cuenta que la democracia servía para algo desde que llegó en 1991. De cualquier manera, se sentía que el uribismo era un proyecto político sin rivales, y que le había dado la estocada final a los ya agonizantes partidos tradicionales (a quienes han matado más veces de lo que mataron a Tirofijo, quien finalmente se murió de causas naturales como quizá le suceda a los partidos tradicionales).

Ahora bien, algunos, es cierto, tenían ciertas dudas del supuesto continuismo de Juan Manuel Santos dado su pasado político reciente, no sólo porque participó de cada uno de los gobiernos contra los que Uribe erigió su candidatura (el famoso retrovisor), sino porque además les dio la espalda durante el gobierno del partido de la U, pareciendo casi como si él mismo no hubiera jamás pasado por ellos. ¿Por qué ahora, ya en el poder, habría Santos de comportarse de manera diferente?, ¿Qué lo haría mantener su lealtad al proyecto uribista?

Si Santos se mantenía fiel al uribismo sería por una de dos razones: o bien porque no tenía la capacidad política – en términos de ascendencia simbólica en el pueblo y en la construcción de coaliciones políticas – como para salirse de la sombra de Álvaro Uribe y su aplanadora legislativa; o bien no tenía proyecto político propio así que su proyecto no era otro que el uribista. A la postre, hemos visto que ni lo uno, ni lo otro, sino todo lo contrario. No bien ha salido elegido, cuando ya ha dado varios golpes para mostrar lo uno y lo otro. La llegada de liberalismo y Vargas Lleras al gobierno se sumó a la avanzada con un paquete legislativo de reformas que desmontaban inclusive algunas de las principales acciones del gobierno Uribe: re-creó los ministerios de trabajo, salud, y justicia como parte de una amplia reforma del Estado, acabó con el DAS, inclusive salió a cuestionar la política de la guerra contra las drogas, y le dio un impulso a las instituciones estatales de inversión social[1]. Todas estas muestras de capacidad de desmarque político terminaron en el golpe de opinión que mostró finalmente que de Uribe sólo necesito aquello que nunca tuvo antes, es decir, los votos. La “reconciliación” con Chávez y la no intromisión en las acusaciones e investigaciones a algunos de los funcionarios estrella (ahora estrellados) del gobierno Uribe acabó por dejar en claro que Santos no estaba simplemente para cuidar huevitos.

Por estas razones, la respuesta a nuestra pregunta es sencilla, y para muchos no resiste contradicción: Santos no es lo mismo que Uribe. Como lo hizo con los gobiernos de los que participó, les repito “les dio la espalda casi como si él mismo no hubiera jamás pasado por ellos”. Tanto es así, que ya muchos ni se acuerdan que Santos fue ministro, nada más y nada menos que de Defensa en el gobierno Uribe, quizás uno de los ámbitos más cuestionados de ese gobierno. Paradójicamente, la opinión pública parece inclinarse por considerar que los problemas actuales del uribismo no tienen nada que ver con el proyecto del “Buen Gobierno de la Unidad Nacional”, o mejor dicho, con “el santismo”.

En la historia de Colombia cuando aparecen los ospinismos, lopismos, pastranismos, samperismos, o santismos significa que existe una fragmentación en la elite política nacional. Es por ello que uno de los primeros puntos que debemos entender es que la coalición elitista que controló los hilos nacionales y regionales del país en los últimos años no es exactamente la misma que la que se pretende reacomodar actualmente. El uribismo como régimen garantizó su gobernabilidad organizando su poder alrededor de una diversidad de actores que incluían desde una derecha defensora del status quo, y otros “buenos principios” de la sociedad colombiana, pero que sobre todo estaba convencida de que la seguridad y la presencia del Estado era la principal forma de traer estabilidad y crecimiento al país, hasta una coalición de la derecha radical, mafiosa, y que con el recurso armado, había logrado construir alianzas con elites políticas regionales para constituir fuertes dispositivos de control político, económico y territorial en buena parte de las regiones conflictivas del país. La expresión nacional de dicho poder político fue la coalición uribista que tenía figuras respetadas en la opinión pública como Juan Lozano y Gina Parody, pero que incluía a la hora de votar proyectos legislativos a un sinnúmero de políticos, ya no digamos cuestionables, sino abiertamente aliados con el poder paramilitar, algunos hoy ya tras la rejas. Álvaro Uribe, por su parte, encarna esa variedad de actores que configura esta élite política: es el defensor del Estado, de los valores conservadores de la sociedad colombiana, y los conjuga con la figura de un político regional, arrabalero, enormemente personalista, confrontacional, que junta a estos dos países alrededor de la idea de seguridad democrática. Es por ello que las características principales del gobierno Uribe eran los enormes niveles de aprobación, junto a una desinstitucionalización gigante del flujo de la política, o para decirlo en una frase acuñada en el lenguaje popular del momento: “El país se gobernó como una finca”.

En buena medida, no hay nada más alejado de Uribe como figura de la elite que el propio Santos. El presidente actual pertenece a lo que podemos llamar abiertamente “la clase política”, es decir, el grupo social con espíritu de cuerpo que considera haber sido designado para llevar los hilos de este país, y que se prepara para llegar a hacerlo en algún momento de su vida. Santos está en la política nacional desde su juventud, y de allí no ha salido más que para estudiar en el exterior o para opinar sobre la política misma desde los medios de comunicación. Por un momento, dirían ellos, dejaron gobernar a una de sus más incomodas piedras en el zapato, la típica expresión nacional de la élite regional (Álvaro Uribe), pero ahora han regresado los Santos, y con ellos, los Lleras, los Gaviria, los Galán, y quien quita si no volverán los Gómez, los Pastrana, o los Juan Camilo Restrepo. Después de haber probado lo que es ser dirigido a nivel nacional como se dirige la vida en la gran mayoría de los pueblos del país, la gente parece haber comprendido aquello de que “más vale viejo conocido que malo por conoció”.

Una vez hemos reconocido este reacomodo de la élite política – lleno por demás de contradicciones y confrontaciones –, notamos que para entender el carácter del gobierno Santos, es necesario dar cuenta de su mecanismo estructural de funcionamiento, la “Unidad Nacional”. Debemos entonces remontarnos primero que todo a otras experiencias de gobernar a la manera de la “Unidad Nacional”: el Partido Nacional de Nuñez, la Unión Republicana de Carlos E. Restrepo, entre otros gobiernos que han tenido a su haber una coalición de elites moderadas nacionales. En segundo lugar, debemos considerar los lineamientos que dan forma al contenido de la política del santismo. A estas alturas, podemos decir que este gobierno se empieza parecer cada vez más a los gobiernos tipo López Pumarejo y Lleras Restrepo, esto es, profundamente liberales, modernizadores y reformistas. Decimos entonces que la particularidad del gobierno Santos es conjugar estos dos tipos de experiencia: mientras que López y Lleras gobernaron con importantes niveles de oposición en la misma élite, Santos cuenta, por ahora, con la Unidad Nacional para el desarrollo de su proyecto liberal reformista y modernizador.

La mejor expresión del carácter reformador del gobierno ha sido, sin lugar a dudas, la ley de restitución de tierras, que se compagina someramente con los intentos de reforma agraria de López Pumarejo y de Lleras Restrepo, ya que si bien ésta, como lo dice Leal Buitrago “es más la transformación del campo a través de una redistribución y clarificación de los derechos de propiedad” que una Reforma Agraria (lo que no la hace menos relevante como el mismo comentarista señala), si vemos que se enfrenta con la oposición de la derecha radical y el poder regional, y que como respuesta intenta sostenerse en el apoyo del pueblo directamente, del campesinado o los trabajadores como lo hicieran en su momento López y Lleras[2]. Cuando el canal de la élite regional no sirve para gobernar, se busca directamente la organización estatal del apoyo popular[3].

Pero por otra parte es un modernizador, convencido de las bondades de un Estado institucionalizado (acabó así por ejemplo con los Concejos Comunitarios que era uno de los mecanismos de gobierno más representativos su antecesor), comprometido con la transparencia y gestión técnica y eficiente del Estado (lo que ha sido patentado en las ideas del Buen Gobierno y la reforma del Estado señalada), y sobre todas las cosas, sosteniendo que los esfuerzos transformadores sólo pueden ir de la mano con el impulso garantizado por el modelo económico de libre mercado. Este compromiso a la vez modernizador y reformista, para Santos, a diferencia de Uribe, no es una cuestión ideológica, es una cuestión lógica: ya no hay disputa, se debe buscar un crecimiento a través de la economía de libre mercado que garantice la consecución de grandes magnitudes de capital y que en el camino otorgue las oportunidades a todos para desarrollar su proyecto de vida. Esto implica el compromiso con un modelo de sociedad que no ve una contradicción, sino un complemento entre estos dos objetivos, un modelo de sociedad para nada nuevo en el mundo, sino uno probado por sus compañeros de conferencias y juegos de golf. Si Santos tiene algún referente político ese es la denominada “Tercera Vía” de Giddens, de Clinton y de Blair[4].

¿Y el modelo económico?:
La Hegemonía de la Prosperidad Democrática

Muchos sostienen que es precisamente esto lo que nos muestra que Santos y Uribe son lo mismo: si el modelo de gobierno neoliberal no ha cambiado para nada, nada ha cambiado de fondo tampoco, y por tanto, no podemos decir que estemos ante un nuevo escenario.

No cabe la menor duda de que la posición gubernamental frente a la economía es el rasgo en el que hay una mayor continuidad entre los dos presidentes. El signo neoliberal de este gobierno es más que innegable[5]: el fomento a la inversión como motor de crecimiento[6], el apoyo sin cuestionamiento a los TLC’s como estrategia de vinculación a la economía global, y finalmente, quizás lo más importante, el posicionamiento transversal de las locomotoras – especialmente la muy cuestionada de la minería – como motor de desarrollo de la sociedad, nos dejan ver los signos de un gobierno convencido de las bondades del libre mercado y la competencia. Este es, sin duda, el proyecto estructural modernizador del gobierno, la denominada “Prosperidad Democrática”[7]. 

Este en mi concepto es el signo más criticable del gobierno Santos, por razones que mostraré en breve, pero por ahora quisiera referirme a lo más problemático del análisis que sostiene que ésta es razón suficiente para señalar que entre Santos y Uribe no ha habido un cambio de escenario.

Aún cuando ambos son gobiernos neoliberales y propugnan por el sostenimiento de un modelo de desarrollo centrado en el mercado, la estrategia de gobernanza económica y social de Santos y Uribe no son exactamente iguales, ni lo es el contexto en el que se desarrollan[8]. Aún admitiendo que dicha continuidad da algunas bases a la tesis arriba mencionada, es de muy poca utilidad para el análisis y el posicionamiento estratégico casarse con la idea de que sólo los cambios económicos son los que importan en la sociedad, mientras que los de otro tipo – político, simbólico, y hasta procedimental (las formas de gobernar) – no son más que epifenómenos de las formas de reproducción del mismo sistema. Con tal afirmación caemos en un insustentable reduccionismo economicista que no permite ver la complejidad de las interacciones entre las dimensiones políticas, jurídicas, y simbólicas y el nivel de las relaciones materiales de producción en una sociedad, cuestión que a la postre nos pondrá en la posición de no poder concebir acción alguna transformadora frente al sistema, y por lo tanto, al inmovilismo frente al todopoderoso capital.

Por el contrario, a mi parecer es más valioso intentar establecer las diferencias entre la gobernanza neoliberal uribista y el neoliberalismo santista. El primero se sostenía en un neoliberalismo libertariano de derecha y conservador que no va más allá de pensar sino en el conjunto de derechos más individualistas para el desarrollo de la acumulación y la protección de la propiedad, y se compromete por tanto con su realización a través de la herramienta fundamental de ese modelo de sociedad: la seguridad. Para legitimar tal proyecto, Uribe dividió la sociedad entre patriotas-comprometidos con la seguridad, y apátridas que apoyaban, directa o indirectamente, el terrorismo. Polarizó la sociedad en el sentido más clásico y peligroso de la división Schmmitiana entre amigos y enemigos, extremando una división ideológica a la posible eliminación política, y muchas veces vital, del otro. La relación con la sociedad era exclusiva – entre él como líder y el pueblo – y excluyente – no permitía la existencia de pluralidades en su interior –.  

Santos, por el contrario, pretende mostrar su proyecto como des-ideologizado, convoca a todos a este proyecto de unidad para construir una hegemonía abarcadora de las diversas tendencias políticas de la sociedad alrededor del proyecto de la prosperidad democrática, lo cual es un signo clásico del neoliberalismo de la tercera vía, donde éste se convierte en la única opción lógica para enfrentar las inevitables fuerzas de la globalización sin necesariamente dejar de lado la cuestión social (como otros investigadores han mostrado, el neoliberalismo desde luego tiene su forma de afrontar “la cuestión social” y Santos es uno de sus mejores representantes en América Latina).[9] Tal marco normativo, se compagina con el signo histórico del liberalismo colombiano, que se ha endilgado ese carácter de reformador y modernizador histórico cuando las transformaciones sociales y culturales de la sociedad ponen a temblar la estructura elitista del poder político colombiano.

Uno de los signos más relevantes de esta gobernanza santista es la forma en la que se concibe y lidera el proyecto de modernización económico-social. Lo que hemos visto con Santos es el retorno a un proyecto liderado por la tecnocracia y luego socializado ó transado con los actores sociales. Esto, que para nada es nuevo – sólo basta dar una mirada a los ministros de Barco en adelante, quizás exceptuando el terrible periplo de los ministros de Uribe II especialmente –, implica que las políticas relacionadas con la producción, y las políticas sociales son lideradas y planificadas por técnicos, cuyo estándar de evaluación no sólo no es la democracia, sino que pretende además  no ser ideológico.

Los técnicos gobiernan a su manera, responden a otros criterios como la eficiencia y la sostenibilidad fiscal, pero no tienen mucha experticia política, y mucho menos democrática ya que consideran que su legitimidad descansa en la explicación científico-técnica y no la discusión democrática o el debate público. Tampoco tienen mucha visión de país, no lo han “vivido” en su minucia local, y el centralismo – y diríamos Uniandinismo (¿o unanimismo?) – de la cartera de ministros no ayuda mucho a mejorar esa cuestión[10]. Finalmente, tampoco podemos asumir que en algún momento el cambio de una élite a otra en el caso colombiano, o su misma fragmentación responderían a una posible confrontación o cuestionamiento del modelo de ordenamiento de la economía. Aun cuando diferentes intereses económicos nacionales o internacionales, financieros, industriales, o agrarios, puedan confrontar, pedir o quejarse de que una u otra medida del gobierno los afecta, nunca la clase política realmente ha tenido como punto de distinción y confrontación el modelo económico como tal, entre otras cosas porque no es algo que depende enteramente de ella, y porque el nivel de apropiación cultural de la importancia del capitalismo de libre mercado en la tecnocracia de planeación del país actual es tan alto que no es un punto bajo discusión, ni antes de Uribe, obviamente no durante, ni lo es después.

Como lo dije antes, sin embargo, es este último punto el que en mi concepto es el más criticable del gobierno Santos, que aparte de reeditar estos signos del liberalismo colombiano y el neoliberalismo de otras latitudes, cae en un problema clásico identificado por muchos analistas de la política nacional, el típico problema de “la modernización sin modernidad”. ¿Qué quiere decir esto?, que se pretenden hacer reformas a nivel económico y social, como las ya nombradas leyes de víctimas y restitución de tierras, y a la que podemos sumar el impulso a la formalización del trabajo, la reducción del desempleo, la negociación con el sindicalismo, entre otras negociaciones con sectores subalternos como los indígenas, y los afrodescendientes, pero no se busca modificar la estructura de exclusión y marginación política de las demandas de los actores populares.

Una vez más esto no hace de estas reformas algo irrelevante, o insignificante pero si plantea una paradoja. Aquí no necesariamente se trata de una transformación absoluta de la sociedad – cuyas posibilidades de realización están por demás más allá de una coyuntura política –, simplemente hablamos de unos mínimos democráticos, que respeten los mismos principios que la Prosperidad Democrática supuestamente presupone. No estamos, de ninguna manera, reclamando tampoco por la ausencia o regreso de la  transacción clientelista, la cuota política, o la negociación de prebendas sin algún sentido de principios, pero si discutimos que detrás de esta gobernanza tecnocrática y “consensual” (por lo menos que no pelea con nadie), se esconde el carácter ideológico de la Unidad Nacional, y resentimos que se deje de cuestionar al mismo luego de sucumbir a la negociación desventajosa que éste plantea a sus opositores debido al gran tamaño de su coalición de gobierno.

La cuestión se cae por su propio peso en este momento global, ya que existen poderosas razones para cuestionar la continuidad de este modelo de desarrollo y gobierno: la crisis financiera que ha venido aparejada de movimientos como Occupy Wall Street, y Los Indignados en España que ponen en tela de juicio el famoso “Consenso” (así debamos tener claro que los contextos y las demandas pueden ser muy distintas en nuestro caso), nos dejan ver que el mercado como eje y motor del desarrollo no es compatible, ni con el mejoramiento de las oportunidades de empleo, ni con la reducción de la desigualdad, y mucho menos, con la transformación de una democracia que ha dejado a las mayorías sintiéndose alienadas de su capacidad de incidir en la vida política y cotidiana de sus vidas. Por ello es que si debemos cuestionar que el gobierno insista con más de lo mismo, con los mismos personajes que han llevado en los últimos años al estado de cosas actual en términos de la desigualdad y el desempleo, que este convencido que la prosperidad y el crecimiento de la inversión (¡por medio de la economía extractiva y arrasadora de la minería!) por si sola trae el bienestar general[11], y que además pretenda profundizar tal modelo con leyes como la de sostenibilidad fiscal, y la reforma a la educación. La pregunta es, entonces, si la Prosperidad puede ser Democrática, ó si más bien debemos caer en la ya vieja trampa discursiva que ha planteado el neoliberalismo, donde tomarse en serio las críticas sociales y culturales, así como las necesidades de las personas de a pie se tilda como populista, quizás esto es más bien muestra de la imposibilidad de este modelo de perseguir la democracia por encima del crecimiento económico[12].

La encrucijada:
¿Oposición o Negociación frente al reformismo modernizador?

El cambio del escenario ha sido tan evidente y a la vez repentino que la irrupción de este panorama simbólico ha terminado por dejar perplejos a quienes estaban más convencidos del todopoderoso Uribismo. Ni la izquierda más radicalmente opuesta, ni el uribismo denominado pura sangre han tenido la capacidad de comprender y por tanto enfrentar este nuevo panorama, es por ello que cada vez salen con interpretaciones más increíbles y alejadas de la realidad actual, operando todavía bajo la anterior configuración discursiva de la política uribista, se chocan con esta nueva realidad y entran en una crisis existencial, porque en buena medida el uribismo era el sustento de su identidad política.

Pero también los actores sociales que estuvieron en posición de resistencia durante ocho años frente a muchas de las avanzadas uribistas, aún cuando este no temía en etiquetarlos como agentes del terrorismo, se encuentran con que de repente les abren la puerta de la negociación, y razones suficientes tienen para mirarla con sospecha.

¿Cómo enfrentar entonces estas condiciones que pone el santismo para el juego de la política? Por varias razones es importante tener claro el contexto político actual, sus actores y dinámicas, para así tener claras las alternativas. En ese sentido, lo primero es subrayar una vez más la importancia de diferenciar el uribismo del santismo, y por tanto la oposición al santismo de la oposición al uribismo. Si tomamos en cuenta que el santismo y el uribismo no son la misma cosa, notaremos que la correlación de fuerzas políticas en la actualidad en realidad enfrenta tres posible proyectos de sociedad: en el centro, y alrededor del cual gravitan los otros dos, está la hegemonía del reformismo modernizador de la prosperidad democrática. A su lado derecho tenemos la derecha radical (cuya cabeza ilegal es el para-estado y cuya cabeza política es el uribismo), que no soporta ver la transformación del status quo, y está más temerosa que nunca por su futuro político y jurídico en este contexto reformista. Finalmente, a su lado izquierdo tenemos la dispersión de un grupo de diversas iniciativas políticas, sociales y populares que se han visto desarticuladas, tanto por sus propios errores de cálculo y acción política, como por el complejo contexto de violencia que enfrentó en los últimos años.

No me cabe duda que de los tres, este último grupo es el que se encuentra más debilitado en su capacidad de maniobra y repercusión política nacional, pero a la vez, es el que tiene más potencial político, por el señalado crecimiento del descontento en la sociedad frente al “consenso neoliberal” y por la experiencia de resistencia y articulación que ha acumulado en los últimos años. Ahora bien, lo que muchos pertenecientes a este tercer grupo desarticulado no han logrado entender es que en este contexto su primera preocupación debe ser evitar el regreso de la derecha radical, que de ninguna manera está acabada, o va a dejar al santismo avanzar en su reformismo sin disputa alguna, y que a la vez tiene que asumir como responsabilidad histórica, no la detención del reformismo liberal, sino su radicalización democrática[13].

Volvamos por un momento al proceso de restitución de tierras, que asimilábamos a las experiencias de López Pumarejo y Lleras Restrepo. En las pretendidas reformas de estos últimos, una combinación entre la fuerte oposición de la élite tradicional del país, y la división de la izquierda así como de los actores sociales cuando estos gobiernos pretendieron sostener su apoyo en ellos, terminaron por dejar solos a los presidentes como redentores y salvadores, lo que a la postre llevó a la “pausa” y final cesación de ambas reformas. Santos enfrenta un escenario similar, se seguirá enfrentando a la derecha e izquierda radical y su mayor problema será no quedarse sólo.

Pero este no es el punto que me interesa destacar, sino la división que frente a estos proyectos ha caracterizado a los actores sociales y a la izquierda política. La cuestión es que en estos casos, los gobiernos han optado por realizar negociaciones con la diversidad de intereses y actores que conforman el espectro de involucrados que cobijan sus reformas, y allí los movimientos y actores políticos han tendido a dividirse entre quienes están dispuestos a negociar abandonando así la oposición, y entre quienes no transan con el gobierno, sino que radicalizan su oposición frente al mismo, y por tanto, también frente a los negociadores, a quienes tachan por “venderse” a las reivindicaciones otorgadas.

Es esto precisamente lo que sucede actualmente, los actores sociales vienen de ocho años de trabajo conjunto y de resistencia, y de repente el gobierno empieza a llamar a uno por uno para considerar cómo dar trámite a algunas de sus demandas “más apremiantes”. La izquierda, igualmente, se terminó por dividir entre un sector que se considera “la verdadera izquierda” y que parece estar cómoda siendo oposición, razón por la cual trabaja aún como si estuviéramos bajo el uribismo (en parte porque no puede existir sin él), y entre quienes ven la necesidad de postular un proyecto político alternativo al neoliberalismo de centro-derecha (esta división, creo yo, no responde necesariamente a la división entre el Polo Democrático y los Progresistas ya que hay muchos involucrados que se encuentran dispersos en diferentes proyectos de trabajo político). Estas divisiones deben ser, en mi concepto, el centro de atención de un análisis de la coyuntura política actual, y por ello, quisiera terminar señalando algunos elementos que considero abren el debate sobre cómo afrontarlas.

Lo primero que se debe comprender para afrontar estas divisiones, según lo que hemos argumentado hasta ahora, es que el enemigo más peligroso que se tiene actualmente es el pasado, o mejor dicho, el recuerdo vivo de la derecha anti-democrática que sigue matando e intentando por todos los medios evitar incluso el reformismo liberal. Luego de la misma manera tenemos a la vuelta de la esquina al uribismo, que tampoco ha abandonado sus pretensiones de regresar al poder y evitar así los cambios pretendidos por las reformas santistas[14]. Es muy importante no olvidar que en el caso de Estados Unidos después de Clinton llegó Bush, después del laborismo de Blair volvió el conservatismo con Cameron, y que el fracaso del reformismo de Zapatero no significó el triunfo de los indignados sino la llegada del PP al poder. Este es el primer horizonte político a trazarse, evitar que la eventual polarización inherente a la paradoja de la hegemonía centrista nos lleve de nuevo al oscuro contexto de la derecha que no puede vivir con la oposición a su proyecto.

Después de esto, definitivamente se tienen muchos adversarios políticos en el gobierno de Santos, y la cuestión en este caso es entender que las vías de la negociación y la oposición no son caminos excluyentes en política, sino más bien medios para situarse frente a una pretensión futura, a la que si definitivamente este “tercer estado” no le puede rehuir. El punto que tenemos que situar en la base de nuestra plataforma de acción política es que frente al descontento general con el modelo de sociedad neoliberal se abre la posibilidad de realizar cambios históricos, como lo muestran la llegada a las alcaldías del Polo y Petro en Bogotá en los últimos años, y por ello no puede ser que de nuevo la desarticulación y división de la izquierda y los sectores populares, y la separación entre estos dos, deje morir la oportunidad una vez más, tanto de reducir las injusticias diarias que suceden en el país, como de finalmente construir un nuevo proyecto hegemónico que tenga como meta democratizar lo económico, voltear la balanza y poner a la segunda al servicio de una entonces renovada democracia.

Es así que tanto la negociación, como la oposición pueden servir en ese objetivo doble de reducir las injusticias y construir un proyecto político que acabe con la hegemonía reformista actual, pero no de cualquier manera. Frente a lo primero, la pregunta que podríamos hacernos con ventaja histórica es, por ejemplo, ¿no estaríamos mejor – experimentarían los sectores populares un grado menor de injusticias – si se hubieran logrado sostener los proyectos pasados de reforma agraria?, ¿No hubieran sido estas alineaciones con los gobiernos de turno valiosas en el mediano y largo plazo? El problema de la negociación, claro está, no es la traición al proyecto político propio, es no tener una forma de articulación lo suficientemente fuerte como para que la negociación no se dé en condiciones de desventaja y se termine transando por demandas limitadas, mientras que al mismo tiempo se desarticula uno por uno a los que componen los eslabones de la cadena de resistencia a la hegemonía. La negociación tiene sentido, siempre y cuando venga aparejada de una articulación extendida de los actores involucrados en la misma, y en ese sentido, el error es realizarla de manera separada, los indígenas por un lado, los afro por otro, los sindicalistas aquí, los campesinos allá, los movimientos cívicos y estudiantiles separados de toda esta dinámica.

Tenemos que traer aquí a colación una de las experiencias más interesantes de los últimos tiempos en este sentido. Los estudiantes han dado una muestra innegable de que la sociedad colombiana está dispuesta a apoyar una transformación del modelo de sociedad neoliberal, siempre y cuando ésta se organice de manera abierta y democrática. Sin embargo, en este momento los mismos estudiantes entran en una fase crítica porque el gobierno hábilmente les exige tener un proyecto propio de reforma a la educación.  La exigencia gubernamental es excesiva, y los estudiantes entran en una encrucijada doble porque por un lado sienten que deben pedir más, que deben formular demandas de mayor alcance, situar la discusión de la educación en el marco más amplio de la transformación del modelo de sociedad neoliberal. Pero a la vez, requieren un nivel de organización y de construcción de estructuras burocráticas suficientemente efectivas como para construir su propia reforma, lo cual va a desafiar algunos de sus elementos más refrescantes como movimiento, como lo son la participación ampliada y no jerarquizada, pero sobre todo amenazan con derruir el movimiento estudiantil por dentro en disputas tanto alrededor de estos procedimientos burocráticos como de discusiones tan complejas como lo es la del papel de la educación en una sociedad.

Esta experiencia nos muestra que para negociar, es mejor no estar sólo, que negociar en esas condiciones es estar sujeto a lo que el gobierno esté dispuesto a ofrecer, y que por tanto, es necesario hacer uso de esas negociaciones con miras a reducir las injusticias sin poner en cuestionamiento, sino más bien sustentándose en la experiencia del trabajo articulado de resistencia realizado en los últimos años, en experiencias como las de la MINGA, la MANE, y La COMOSOCOL. Si se trabajaba articuladamente cuando las condiciones políticas eran muy complejas, aún más debe hacerse cuando hay un grado de apertura para poner en juego toda esa experiencia acumulada. En este sentido, vale la pena remarcar la importancia de que los mandatos construidos desde diferentes lugares y por diferentes actores sociales, converjan en acciones colectivas transformadoras, bajo una perspectiva que no pretenda ni la homogenización, ni la subordinación de las particularidades, sino su “articulación” en torno a una lectura de contexto político dinámica y por tanto nunca finalizada[15].

Esto me lleva al último punto, que tiene también que ver con la experiencia de la reforma a la educación. El gobierno pide a los estudiantes su propia reforma, y a la vez los estudiantes se plantean la necesidad de construir un catalogo de demandas que muestren que la educación es sólo un síntoma de algo más grande, que es el modelo neoliberal. Pero, ¿es en realidad tarea exclusiva de los estudiantes pensarse ese proyecto de país?, ¿no les estamos exigiendo mucho y a la vez nos estamos quitando la responsabilidad propia de construir tal proyecto alternativo? El problema que esto evidencia, es la ausencia total de un proyecto político que tenga las pretensiones de ser más que simple oposición. La oposición es tan o más valiosa que la negociación, únicamente si es sostenida alrededor de la articulación de un proyecto conjunto de sociedad que desafíe la hegemonía dominante. La oposición tiene que tener el afán de convertirse en un proyecto hegemónico alternativo que sirva como referente de articulación política no sólo para los estudiantes, sino para todos los inconformes con las condiciones actuales de producción de la vida. ¿Y de quién es entonces esta tarea? Lo mejor de todo, es que no es necesario inventar del todo este proyecto porque viene circulando en los últimos tiempos, no sólo en el trabajo de la MANE, sino también en el Congreso de los Pueblos, la Marcha Patriótica y el Congreso de Tierras, Territorios y Soberanías, y de tantas otras iniciativas que han devenido en la conformación de mandatos y demandas que tomadas en su conjunto reflejan algunas de las cuestiones neurálgicas que debe tener este proyecto. De manera que no se requiere más de una vanguardia intelectual, sino del fortalecimiento del trabajo participativo de estos y otros actores, quienes con su propia creatividad alimentan y dan vida a la resignificación de la gramática de la democracia actual, el único camino entonces para enfrentar las condiciones políticas de la coyuntura actual.


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[1] Ver en la revista Semana: “El Estado según Santos” (Viernes 4 de Noviembre de 2011) y “El gran revolcón” (Sábado 5 de Noviembre de 2011)
[2] Tal resemblanza ha sido ya señala por otros analistas: ver las columnas de Mauricio García Villegas “El Presidente y los campesinos” (10 de Febrero de 2012), de Alfredo Molano “Marcha en Necoclí” (12 de Febrero de 2012), de Cristina de la Torre (13 de Febrero de 2012) y de Francisco Leal Buitrago “Cuántas veces llama el cartero” (17 de Febrero de 2012), todas en El Espectador. Igualmente ver la columna de León Valencia “Urabá se mueve” en Semana (11 de Febrero de 2012). También ver: “Restitución de Tierras será efectiva contra viento y marea: Santos” en El Espectador, 11 de Febrero de 2012.
[3] Sobre los efectos que este carácter del gobierno tiene en la movilización y los actores sociales me referiré más adelante.
[4] Para ver un panorama más amplio de La Tercera Vía en América Latina ver: Stolowitz, Beatriz (2005) “La Tercera Vía en América Latina: de la crisis intelectual al fracaso político” en: Ensayos Críticos, Nº 1, Bogotá, Septiembre de 2005.
[5] El balance realizado por Eduardo Sarmiento a finales del 2011 así lo demuestra. Ver: Eduardo Sarmiento “Balance 2011” en El Espectador (23 de Diciembre de 2011).
[6] Ver: “Santos crítica a quienes dicen que disminuyó la confianza inversionista” en El Espectador (16 de Febrero de 2012)
[7] Ver el especial de El Espectador en el que se da una mirada panorámica a las cinco locomotoras (agro, construcción, infraestructura, innovación y minería), tal y como aparecen en el Plan de Desarrollo del gobierno Santos. Salomón Kalmanovitz ¿Se encarrilará la Economía? Especial para El Espectador (1 Ene 2011).
[8] Entiéndase en este contexto por gobernanza las disposiciones, el direccionamiento y los principios políticos y normativos que enmarcan la formas y prácticas especificas con respecto al gobierno de la economía y “lo social”, en definitiva, la forma en que se establece una forma particular de la relación Estado-Sociedad. 
[9] Estrada Álvarez, Jairo (2008) “La cuestión social en América Latina: entre el “neoliberalismo social” y el “neoasistencialismo de izquierda” en: Estrada Álvarez, Jairo (Comp.) Marx vive: izquierda y socialismo en América Latina. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales.

[10] Sólo dándole una mirada a los ministros del actual gobierno, se evidencia el grupo tecnocrático de que lleva ya varios años agenciando las reformas estructurales signo neoliberal en Colombia, y que saltan de cargo en cargo técnico y trasnacional, discutiendo al final, como quien dice, “los mismos con las mismas”. Mauricio Santamaría en Salud, Mauricio Cárdenas en Minas y Energía, y Juan Carlos Echeverry en Hacienda son quizás algunos de los más conocidos, pero no son los únicos como lo han señalado ya algunos medios. Por su parte, como sabemos, la cuota política uribista que la representaba Rodrigo Rivera no duró mucho en el cargo. Ver la editorial de El Espectador “Habemus ministros” (26 de Junio de 2010), y las notas de la revista Semana “Poder uniandino” (Sábado 21 de Agosto de 2010) y “Ministros invisibles” (Sábado 5 de Marzo de 2011).   

[11] Sobre las posibilidades reales de que el proyecto de las locomotoras se compagine con el objetivo del mismo gobierno de enfrentar el desempleo y la informalidad ver la columna de Kalmanovitz en El Espectador “La Prosperidad ¿Qué tan democrática? (15 de Agosto 2010). 

[12] Es conocido el debate que el neoliberalismo ha enarbolado contra las medidas que ponen bajo cuestionamiento las bases individualistas, de emprendimiento y competencia de este modelo de sociedad para poner a la participación al frente, definiéndolas peyorativamente como populistas. Sólo a título de ejemplo, y existiendo mucha más literatura al respecto ver: César Rodriguez Garavito, “En defensa del populismo”  en la Revista Semana (Viernes 8 de Diciembre de 2006). 

[13] Nuestro referente analítico y político aquí se puede trazar a los planteamientos de Chantal Mouffe sobre la tercera vía en su libro La Paradoja Democrática y que considero poseen una pertinencia enorme para comprender el momento colombiano actual. Para ver más en profundidad su crítica a los gobiernos de “La Tercera Vía” ver el capítulo 5, “¿Una política sin adversarios?”. Mouffe, Chantal (2000) The Democratic Paradox. London: Verso. También ver la introducción. Pp. 5-7. 

[14] Ver: “Expresidente Uribe calificó de “proselitista” la ley de tierras” en El Espectador (11 de Febrero de 2012) y “Expresidente Uribe cree que Ley de Tierras genera “odio y pánico”” en Semana (11 de Febrero de 2012).
[15] Para profundizar en este planteamiento sobre las “lógicas de articulación” ver Laclau Ernesto (2005) La Razón Populista. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica (2005).

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