Alfredo Molano Bravo
Han coincidido, para
fortuna de unos e infortunio de otros, el invierno –que inundó medio
país, destruyó carreteras, ahogó a más de 400 personas– y la
promulgación de la Ley de Víctimas, que contempla la restitución de
tierras usurpadas a sus legítimos dueños, y que tratan de impedir a bala
limpia.
El invierno ha dejado claras dos cosas. Una, que existe una
cota superior que los ríos, quebradas y humedales reclaman, y otra, que
la causa principal de la tragedia invernal es la deforestación de las
cuencas y el arrasamiento de las selvas.
Es un hecho conocido –y
mil veces denunciado– la ocupación de bienes públicos que rodean los
humedales, ciénagas y playas. Y no sólo la ocupación, sino la
apropiación –con escrituras, firmas y sellos– de esos terrenos para
ampliar ganaderías y cultivos comerciales, construir urbanizaciones y
hoteles. Los casos más sonados son los humedales de la sabana de Bogotá,
las ciénagas del Sinú y el San Jorge, y las playas de La Boquilla. En
la sabana las inundaciones están haciendo lo que la ley no ha podido:
sacar a los invasores inundándoles sus predios. En el caso del río Sinú,
la Corte Constitucional ha considerado criminal la desecación de sus
ciénagas (Sentencia T- 194 de 1999) por parte de particulares para luego
reclamar los terrenos ganados a las aguas como baldíos nacionales, y
permitir así ser adjudicados en propiedad privada. Una marrulla a la que
se prestaron el Incora, el Incoder –en las pasadas administraciones– y
las notarías. Lo mismo ha sucedido en el Valle del Cauca con las
madreviejas por parte de las empresas de caña; en el Magdalena Medio por
parte de palmeros y ganaderos; en el Atrato, en el San Juan, en todo el
andén pacífico con los manglares, y, claro está, en las cuencas del
Orinoco y el Amazonas. En regiones declaradas Reserva Forestal (Ley 2ª
de 1959) –medio país–, las rondas de ríos, lagunas, ciénagas, no pueden
ser ocupadas y menos apropiadas. En los ríos Meta, Ariari y Caquetá, los
hatos, haciendas y concesiones territoriales llegan hasta la orilla de
las aguas. No hay quién haga respetar esa ley. Ni las corporaciones de
desarrollo, ni las gobernaciones, ni las alcaldías y menos hoy la
Procuraduría Ambiental. Nadie. Los bienes públicos no tienen doliente.
La ocupación de playones puede ser autorizada sólo para el pancoger o la
pesca artesanal, y es un derecho que tiene que ver con la comida de los
campesinos ribereños. Los ganaderos atropellan esta tradición y corren
las cercas.
También esos terrenos, que el ritmo de las aguas descubren
en verano, pueden ser concedidos para cultivos itinerantes; los
terratenientes, con la venia oficial, han comprado ese derecho. Poco les
importa teniendo de su lado la fuerza pública para defender la
propiedad privada.
En general, todas las tierras inundadas en los
inviernos –o aguas altas– deberían ser reconocidas como bienes públicos
y defendidas con todos los medios que las instituciones tienen a su
alcance: códigos, armas, presupuesto. Ahora cuando entra en vigencia la
restitución de tierras usurpadas a particulares –y antes de que la
medida se rutinice y palidezca–, el Gobierno debería adoptar como
política de Estado devolver las tierras públicas a sus legítimos
propietarios, los ciudadanos. Si está dispuesto a restituir dos millones
de hectáreas a sus dueños, con mucha mayor fuerza debería empeñarse en
reintegrar los bienes públicos a la Nación. El Estado, que hace la
guerra para recuperar la soberanía política, hace muy poco para defender
los terrenos inajenables e imprescriptibles.
Echaremos
de menos a Augusto Ramírez Ocampo, un hombre recto empeñado en buscar
soluciones políticas, y sobre todo civiles, a la guerra que vivimos
desde hace medio siglo. Recuerdo muchas horas en las que sentados en una
canoa por el río Caguán me explicó con paciencia –no exenta de ironía y
humor– las ventajas que para el Estado y para la guerrilla tenía el
respeto al DIH. Hoy, en esta hora de incertidumbre y esperanza, su
muerte es aún más lamentable.
El Espectador
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