James Petras
Rebelión
Introducción
Para entender la política del régimen de Obama hacia Egipto, hacia la dictadura de Mubarak y hacia el levantamiento popular es esencial situarlo en un contexto histórico. El punto esencial es que Washington, tras varias décadas de estar profundamente arraigado en las estructuras estatales de las dictaduras árabes, desde Túnez a Marruecos, Egipto, Yemen, Líbano, Arabia Saudí y la Autoridad Palestina, está tratando de reorientar su política para incorporar y/o insertar políticos liberales electos en las configuraciones de poder existentes.
Rebelión
Introducción
Para entender la política del régimen de Obama hacia Egipto, hacia la dictadura de Mubarak y hacia el levantamiento popular es esencial situarlo en un contexto histórico. El punto esencial es que Washington, tras varias décadas de estar profundamente arraigado en las estructuras estatales de las dictaduras árabes, desde Túnez a Marruecos, Egipto, Yemen, Líbano, Arabia Saudí y la Autoridad Palestina, está tratando de reorientar su política para incorporar y/o insertar políticos liberales electos en las configuraciones de poder existentes.
Aunque la mayoría de comentaristas y periodistas vierten toneladas de tinta sobre los “dilemas” del poder de Estados Unidos, sobre lo novedoso de los acontecimientos de Egipto y los diarios pronunciamientos políticos de Washingto, existen abundantes precedentes históricos que resultan esenciales para entender la dirección estratégica de la política de Obama.
Antecedentes históricos
La política exterior de Estados Unidos cuenta con un extenso historial de instalar, financiar, armar y apoyar regímenes dictatoriales que respaldan sus políticas e intereses imperiales, siempre que mantengan el control sobre sus pueblos.
En el pasado, presidentes republicanos y demócratas trabajaron estrechamente durante más de 30 años con la dictadura de Trujillo en la República Dominicana; instalaron el régimen autocrático de Diem en el Vietnam pre-revolucionario en la década de 1950; colaboraron con dos generaciones de los regímenes de terror de la familia Somoza en Nicaragua; financiaron y promovieron el golpe de Estado militar en Cuba en 1952, en Brasil en 1964, en Chile en 1973, y en Argentina en 1976 , así como sus posteriores regímenes represivos. Cuando los levantamientos populares desafiaron esas dictaduras respaldadas por Estados Unidos y parecía probable que triunfara una revolución social y política, Washington respondió con una política de tres vías: criticar públicamente las violaciones de los derechos humanos y abogar por reformas democráticas; indicar de manera privada el mantenimiento del apoyo al gobernante; y en tercer lugar, buscar una élite alternativa que pudiera substituir a quien estaba en el cargo conservando el aparato del Estado, el sistema económico y el apoyo a los intereses estratégicos imperiales estadounidenses.
Para Estados Unidos no hay relaciones estratégicas sólo intereses imperiales permanentes: preservar el Estado cliente. Las dictaduras asumen que sus relaciones con Washington son estratégicas, de ahí su sorpresa y su consternación cuando se sacrifican para salvar el aparato del Estado. Ante el temor de la revolución, Washington tuvo clientes déspotas reticentes a marcharse asesinados (Trujillo y Diem). A algunos se les proporciona refugios en el extranjero (Somoza, Batista), a otros se les presiona para que compartan el poder (Pinochet) o se les nombra profesores visitantes en Harvard, Georgetown o en algún otro puesto académico “de prestigio”.
El cálculo de Washington sobre cuándo remodelar el régimen se basa en una estimación de la capacidad del dictador para enfrentarse a la rebelión política, de la fuerza y la lealtad de las fuerzas armadas y de la existencia de un sustituto maleable. El riesgo de esperar demasiado tiempo, de quedarse con el dictador, es que el levantamiento se radicalice: el cambio subsiguiente barre tanto al régimen como al aparato estatal, convirtiendo una revuelta política en una revolución social. Justo un ‘error de cálculo’ de ese tipo se produjo en 1959 en el período previo a la revolución cubana, cuando Washington se mantuvo al lado de Batista y no fue capaz de presentar una coalición alternativa pro estadounidense viable y vinculada al viejo aparato estatal. Un error de cálculo similar ocurrió en Nicaragua cuando el presidente Carter, al tiempo que criticaba a Somoza, aguantó y se mantuvo pasivo mientras se derrocaba al régimen y las fuerzas revolucionarias destruían al ejército, a la policía secreta y al aparato de inteligencia, entrenados por Estados Unidos e Israel, y pasó a nacionalizar las propiedades estadounidenses y a desarrollar una política exterior independiente.
Washington se movió con mayor iniciativa en Latinoamérica en la década de 1980. Promovió transiciones electorales negociadas que sustituyeron a los dictadores por manejables políticos neoliberales electos, quienes se comprometieron a preservar el aparato estatal existente, a defender a las élites extranjeras y locales, y a respaldar la política regional e internacional de Estados Unidos.
Las lecciones del pasado y la política actual
Obama ha sido extremadamente reticente a derrocar a Mubarak por varias razones, aun cuando el movimiento crece en número y se profundiza el sentimiento anti-Washington. La Casa Blanca tiene muchos clientes en todo el mundo —entre ellos Honduras, México, Indonesia, Jordania y Argelia— que creen tener una relación estratégica con Washington y quienes perderían confianza en su futuro si Mubarak fuera abandonado.
En segundo lugar, las influyentes organizaciones pro-israelíes de Estados Unidos (AIPAC, los presidentes de las principales organizaciones judías estadounidenses) y su ejército de escribas han movilizado a los líderes del Congreso para que presionen a la Casa Blanca con que siga apostando por Mubarak ya que es Israel el principal beneficiario de un dictador atragantado para los egipcios (y los palestinos) pero a los pies del Estado judío.
Como resultado, el régimen de Obama se ha movido lentamente; con miedo y bajo la presión del creciente movimiento popular egipcio, busca una fórmula política alternativa que elimine a Mubarak, mantenga y fortalezca el poder político del aparato estatal, e incorpore una alternativa electoral civil como medio de desmovilizar y desradicalizar el vasto movimiento popular.
El principal obstáculo para derrocar a Mubarak es que un sector importante del aparato del Estado, especialmente los 325.00 miembros de la Fuerzas de Seguridad Central y los 60.000 de la Guardia Nacional, se encuentran directamente bajo el mando del Ministerio del Interior y de Mubarak. En segundo lugar, los generales del Ejército (468.500 miembros) han reforzado a Mubarak durante 30 años y se han enriquecido gracias a su control sobre las muy lucrativas empresas de una amplia gama de sectores. No apoyarán ninguna “coalición” civil que ponga en cuestión sus privilegios económicos y su poder para establecer los parámetros políticos de cualquier sistema electoral. El comandante supremo de las fuerzas armadas de Egipto es cliente de Estados Unidos desde hace mucho tiempo y un servicial colaborador de Israel.
Obama está decididamente a favor de colaborar con y garantizar la preservación de estas instancias coercitivas. Pero necesita asimismo convencerles de la substitución de Mubarak y de que permitan un nuevo régimen que pueda desactivar el movimiento de masas cada vez más opuesto a la hegemonía estadounidense y a la sumisión a Israel. Obama hará todo lo necesario para mantener la cohesión del Estado y evitar divisiones que puedan conducir a un movimiento de masas —la alianza de los soldados que podría convertir la revuelta en una revolución.
Washington ha abierto conversaciones con los sectores liberales e islamistas más conservadores del movimiento anti-Mubarak. Al principio trató de convencerlos de que negociasen con Mubarak —un callejón sin salida que fue rechazado por todos los sectores de la oposición de arriba a abajo. A continuación, Obama trató de vender una falsa “promesa” de Mubarak: que no participaría en las elecciones dentro de nueve meses.
El movimiento y sus dirigentes rechazaron esa propuesta también. Así que Obama lanzó la retórica de “cambios inmediatos” pero sin ninguna medida de fondo que la respaldara. Para convencer a Obama de su mantenido poder entre las bases, Mubarak envió al lumpen matón de su policía secreta a que se apoderase violentamente de las calles del movimiento. Una prueba de fuerza: el Ejército no hizo nada; el asalto hizo subir la apuesta de una guerra civil de consecuencias radicales. Washington y la UE presionaron al régimen de Mubarak para que echara marcha atrás — por ahora. Pero la imagen de un ejército favorable a la democracia se vio empañada por los muertos y por miles de heridos.
A medida que la presión del movimiento se intensifica, Obama está presionado por el lobby israelí favorable a Mubarak y su comitiva del Congreso, por una parte, y por otra, por asesores con conocimientos que le piden que siga las prácticas del pasado y avance de forma decidida sacrificando al régimen para salvar al Estado ahora que la opción electoral de liberales-islamistas sigue estando aún sobre la mesa.
Pero Obama duda, y cual precavido crustáceo, se mueve hacia los lados y hacia atrás, creyendo que su propia retórica grandilocuente es un sustituto de la acción... con la esperanza de que tarde o temprano, el levantamiento acabará en mubarakismo sin Mubarak: un régimen capaz de desmovilizar a los movimientos populares y dispuesto a promover elecciones que den lugar a representantes elegidos que sigan la línea general de sus predecesores.
Sin embargo, hay muchas incertidumbres en una remodelación política: una ciudadanía democrática, el 83% desfavorable a Washington, poseerá la experiencia de la lucha y la libertad para exigir un reajuste político, especialmente, dejar de ser el policía que hace cumplir el bloqueo israelí sobre Gaza, y prestar apoyo a los títeres de Estados Unidos en el Norte de África, en Líbano, Yemen, Jordania y Arabia Saudí. En segundo lugar, las elecciones libres abrirán el debate y aumentarán la presión para un mayor gasto social, para la expropiación del imperio de setenta mil millones de dólares del clan Mubarak y de sus compinches capitalistas que saquean la economía. Las masas exigirán la redistribución del gasto público del exagerado aparato represivo al empleo productivo que genere puestos de trabajo. Una apertura política limitada puede conducir a un segundo asalto en el que nuevos conflictos sociales y políticos dividan a las fuerzas anti-Mubarak, un conflicto entre los defensores de la democracia social y los partidarios del electoralismo elitista neoliberal. El momento de la lucha contra la dictadura es sólo la primera fase de una lucha prolongada hacia la emancipación definitiva no sólo en Egipto sino en todo el mundo árabe. El resultado depende del grado en que las masas desarrollen su propia organización independiente y a sus líderes.
Antecedentes históricos
La política exterior de Estados Unidos cuenta con un extenso historial de instalar, financiar, armar y apoyar regímenes dictatoriales que respaldan sus políticas e intereses imperiales, siempre que mantengan el control sobre sus pueblos.
En el pasado, presidentes republicanos y demócratas trabajaron estrechamente durante más de 30 años con la dictadura de Trujillo en la República Dominicana; instalaron el régimen autocrático de Diem en el Vietnam pre-revolucionario en la década de 1950; colaboraron con dos generaciones de los regímenes de terror de la familia Somoza en Nicaragua; financiaron y promovieron el golpe de Estado militar en Cuba en 1952, en Brasil en 1964, en Chile en 1973, y en Argentina en 1976 , así como sus posteriores regímenes represivos. Cuando los levantamientos populares desafiaron esas dictaduras respaldadas por Estados Unidos y parecía probable que triunfara una revolución social y política, Washington respondió con una política de tres vías: criticar públicamente las violaciones de los derechos humanos y abogar por reformas democráticas; indicar de manera privada el mantenimiento del apoyo al gobernante; y en tercer lugar, buscar una élite alternativa que pudiera substituir a quien estaba en el cargo conservando el aparato del Estado, el sistema económico y el apoyo a los intereses estratégicos imperiales estadounidenses.
Para Estados Unidos no hay relaciones estratégicas sólo intereses imperiales permanentes: preservar el Estado cliente. Las dictaduras asumen que sus relaciones con Washington son estratégicas, de ahí su sorpresa y su consternación cuando se sacrifican para salvar el aparato del Estado. Ante el temor de la revolución, Washington tuvo clientes déspotas reticentes a marcharse asesinados (Trujillo y Diem). A algunos se les proporciona refugios en el extranjero (Somoza, Batista), a otros se les presiona para que compartan el poder (Pinochet) o se les nombra profesores visitantes en Harvard, Georgetown o en algún otro puesto académico “de prestigio”.
El cálculo de Washington sobre cuándo remodelar el régimen se basa en una estimación de la capacidad del dictador para enfrentarse a la rebelión política, de la fuerza y la lealtad de las fuerzas armadas y de la existencia de un sustituto maleable. El riesgo de esperar demasiado tiempo, de quedarse con el dictador, es que el levantamiento se radicalice: el cambio subsiguiente barre tanto al régimen como al aparato estatal, convirtiendo una revuelta política en una revolución social. Justo un ‘error de cálculo’ de ese tipo se produjo en 1959 en el período previo a la revolución cubana, cuando Washington se mantuvo al lado de Batista y no fue capaz de presentar una coalición alternativa pro estadounidense viable y vinculada al viejo aparato estatal. Un error de cálculo similar ocurrió en Nicaragua cuando el presidente Carter, al tiempo que criticaba a Somoza, aguantó y se mantuvo pasivo mientras se derrocaba al régimen y las fuerzas revolucionarias destruían al ejército, a la policía secreta y al aparato de inteligencia, entrenados por Estados Unidos e Israel, y pasó a nacionalizar las propiedades estadounidenses y a desarrollar una política exterior independiente.
Washington se movió con mayor iniciativa en Latinoamérica en la década de 1980. Promovió transiciones electorales negociadas que sustituyeron a los dictadores por manejables políticos neoliberales electos, quienes se comprometieron a preservar el aparato estatal existente, a defender a las élites extranjeras y locales, y a respaldar la política regional e internacional de Estados Unidos.
Las lecciones del pasado y la política actual
Obama ha sido extremadamente reticente a derrocar a Mubarak por varias razones, aun cuando el movimiento crece en número y se profundiza el sentimiento anti-Washington. La Casa Blanca tiene muchos clientes en todo el mundo —entre ellos Honduras, México, Indonesia, Jordania y Argelia— que creen tener una relación estratégica con Washington y quienes perderían confianza en su futuro si Mubarak fuera abandonado.
En segundo lugar, las influyentes organizaciones pro-israelíes de Estados Unidos (AIPAC, los presidentes de las principales organizaciones judías estadounidenses) y su ejército de escribas han movilizado a los líderes del Congreso para que presionen a la Casa Blanca con que siga apostando por Mubarak ya que es Israel el principal beneficiario de un dictador atragantado para los egipcios (y los palestinos) pero a los pies del Estado judío.
Como resultado, el régimen de Obama se ha movido lentamente; con miedo y bajo la presión del creciente movimiento popular egipcio, busca una fórmula política alternativa que elimine a Mubarak, mantenga y fortalezca el poder político del aparato estatal, e incorpore una alternativa electoral civil como medio de desmovilizar y desradicalizar el vasto movimiento popular.
El principal obstáculo para derrocar a Mubarak es que un sector importante del aparato del Estado, especialmente los 325.00 miembros de la Fuerzas de Seguridad Central y los 60.000 de la Guardia Nacional, se encuentran directamente bajo el mando del Ministerio del Interior y de Mubarak. En segundo lugar, los generales del Ejército (468.500 miembros) han reforzado a Mubarak durante 30 años y se han enriquecido gracias a su control sobre las muy lucrativas empresas de una amplia gama de sectores. No apoyarán ninguna “coalición” civil que ponga en cuestión sus privilegios económicos y su poder para establecer los parámetros políticos de cualquier sistema electoral. El comandante supremo de las fuerzas armadas de Egipto es cliente de Estados Unidos desde hace mucho tiempo y un servicial colaborador de Israel.
Obama está decididamente a favor de colaborar con y garantizar la preservación de estas instancias coercitivas. Pero necesita asimismo convencerles de la substitución de Mubarak y de que permitan un nuevo régimen que pueda desactivar el movimiento de masas cada vez más opuesto a la hegemonía estadounidense y a la sumisión a Israel. Obama hará todo lo necesario para mantener la cohesión del Estado y evitar divisiones que puedan conducir a un movimiento de masas —la alianza de los soldados que podría convertir la revuelta en una revolución.
Washington ha abierto conversaciones con los sectores liberales e islamistas más conservadores del movimiento anti-Mubarak. Al principio trató de convencerlos de que negociasen con Mubarak —un callejón sin salida que fue rechazado por todos los sectores de la oposición de arriba a abajo. A continuación, Obama trató de vender una falsa “promesa” de Mubarak: que no participaría en las elecciones dentro de nueve meses.
El movimiento y sus dirigentes rechazaron esa propuesta también. Así que Obama lanzó la retórica de “cambios inmediatos” pero sin ninguna medida de fondo que la respaldara. Para convencer a Obama de su mantenido poder entre las bases, Mubarak envió al lumpen matón de su policía secreta a que se apoderase violentamente de las calles del movimiento. Una prueba de fuerza: el Ejército no hizo nada; el asalto hizo subir la apuesta de una guerra civil de consecuencias radicales. Washington y la UE presionaron al régimen de Mubarak para que echara marcha atrás — por ahora. Pero la imagen de un ejército favorable a la democracia se vio empañada por los muertos y por miles de heridos.
A medida que la presión del movimiento se intensifica, Obama está presionado por el lobby israelí favorable a Mubarak y su comitiva del Congreso, por una parte, y por otra, por asesores con conocimientos que le piden que siga las prácticas del pasado y avance de forma decidida sacrificando al régimen para salvar al Estado ahora que la opción electoral de liberales-islamistas sigue estando aún sobre la mesa.
Pero Obama duda, y cual precavido crustáceo, se mueve hacia los lados y hacia atrás, creyendo que su propia retórica grandilocuente es un sustituto de la acción... con la esperanza de que tarde o temprano, el levantamiento acabará en mubarakismo sin Mubarak: un régimen capaz de desmovilizar a los movimientos populares y dispuesto a promover elecciones que den lugar a representantes elegidos que sigan la línea general de sus predecesores.
Sin embargo, hay muchas incertidumbres en una remodelación política: una ciudadanía democrática, el 83% desfavorable a Washington, poseerá la experiencia de la lucha y la libertad para exigir un reajuste político, especialmente, dejar de ser el policía que hace cumplir el bloqueo israelí sobre Gaza, y prestar apoyo a los títeres de Estados Unidos en el Norte de África, en Líbano, Yemen, Jordania y Arabia Saudí. En segundo lugar, las elecciones libres abrirán el debate y aumentarán la presión para un mayor gasto social, para la expropiación del imperio de setenta mil millones de dólares del clan Mubarak y de sus compinches capitalistas que saquean la economía. Las masas exigirán la redistribución del gasto público del exagerado aparato represivo al empleo productivo que genere puestos de trabajo. Una apertura política limitada puede conducir a un segundo asalto en el que nuevos conflictos sociales y políticos dividan a las fuerzas anti-Mubarak, un conflicto entre los defensores de la democracia social y los partidarios del electoralismo elitista neoliberal. El momento de la lucha contra la dictadura es sólo la primera fase de una lucha prolongada hacia la emancipación definitiva no sólo en Egipto sino en todo el mundo árabe. El resultado depende del grado en que las masas desarrollen su propia organización independiente y a sus líderes.
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