La percepción de seguridad que logró el gobierno anterior, a partir de la repetición, una y otra vez, de falsas realidades, de manipulación de verdades parciales y de la imposición mediática de una verdad hegemónica e incontrovertible, empieza a desmoronarse en el país de una manera dramática.
El asesinato de dos estudiantes de la Universidad de los Andes en el sitio conocido como Boca de Tinajones en el municipio costero de San Bernardo del Viento en el departamento de Córdoba, atribuido a los urabeños, uno de los grupos paramilitares que sigue operando en esa región del país y que las autoridades denominan con el eufemístico nombre de bandas criminales, pone en evidencia el desmoronamiento de la percepción pública de la “seguridad democrática”.
La idea de que el paramilitarismo “es cosa del pasado”, como lo anunció el entonces comisionado de paz tras la desmovilización de las autodefensas unidas de Colombia (AUC) y lo erigió como verdad pública el gobierno nacional, es ya insostenible.
El paramilitarismo nunca despareció en el departamento de Córdoba, cuna de la conformación de una de sus más sanguinarias expresiones por parte de los hermanos Castaño. Ahora es evidente que no todos los paramilitares se desmovilizaron, que no todos los que se desmovilizaron eran paramilitares, que muchos desmovilizados se rearmaron y que las estructuras de este régimen de terror y violencia jamás fueron desmanteladas. Son los mismos, con el mismo apoyo de siempre, las mismas estructuras y fuentes de financiación pero con otros nombres (urabeños, paisas, águilas negras”) que los hacen funcionales a la idea de que ya no existe el paramilitarismo.
La alianza de sectores representativos de lo más atrasado de la economía rural asociados al latifundio ganadero, con el narcotráfico y lo más corrupto de la clase política, más el consabido apoyo militar y policial, mantiene un control sobre la institucionalidad local y cierta homogeneidad social, que presentan como un consenso y no como una imposición del terror y del miedo. Hoy como ayer los paras cuidan haciendas ganaderas, protegen cultivos, persiguen cualquier expresión crítica de la sociedad, aseguran rutas y embarcaderos de droga, hacen política, participan en procesos electorales y se oponen a cualquier modificación de la tenencia y uso de la tierra.
En este contexto se produjeron casi 600 asesinatos en Córdoba durante 2010 y 45 en lo que va corrido de 2011, incluidas las muertes violentas de los estudiantes uniandinos, que causó una impresionante reacción de un país “sorprendido” por una atroz acción criminal en una región que se presentaba como modelo de seguridad.
¿Acaso no insistieron altos funcionarios encabezados por el presidente y sus ministros, una y otra vez, en el mensaje según el cual Córdoba era un departamento libre de guerrillas y de paramilitares gracias a la seguridad democrática? No en vano en Córdoba prosperan haciendas ganaderas como El Ubérrimo, que creció desde los tiempos en que su dueño era gobernador de Antioquia y se mantuvo como un modelo de desarrollo durante ocho años de ejercicio presidencial, aun cuando en sus alrededores nunca dejaron de ocurrir masacres, asesinatos y desplazamiento de población. Por algunos de estos crímenes están enjuiciados o condenados importantes voceros de la clase política y ganadera, muy cercanos copartidarios y conocidos del propietario del Ubérrimo, cuyo silencio en estos días es muy elocuente.
Es lamentable que sea un crimen de estudiantes de una reconocida universidad privada el que mueva a la opinión pública a un rechazo contundente a estas formas de violencia. Este crimen merece una enérgica condena y una exigencia de esclarecimiento de los hechos y captura y juzgamiento de los responsables. Pero es necesario ir más allá. Es urgente superar una impunidad crónica frente a tantos crímenes y tanta violencia. Una impunidad enquistada en un aparato de justicia sometido a la presión y el terror, pero una impunidad aceptada en el ámbito público, auspiciada por cierta aceptación de la violencia como forma de acción política y control social, permitida y avalada durante años por una clase dirigente que aprendió a convivir y a justificar el paramilitarismo. Por eso algunas autoridades salen a decir hoy que el crimen de los estudiantes fue una “confusión”, el mismo argumento que usó el entonces gobernador de Córdoba José Miguel Amín en 1988 para justificar la masacre de Mejor Esquina, la primera de una serie de asesinatos colectivos que aún persisten en esta atribulada región del país.
La idea de que el paramilitarismo “es cosa del pasado”, como lo anunció el entonces comisionado de paz tras la desmovilización de las autodefensas unidas de Colombia (AUC) y lo erigió como verdad pública el gobierno nacional, es ya insostenible.
El paramilitarismo nunca despareció en el departamento de Córdoba, cuna de la conformación de una de sus más sanguinarias expresiones por parte de los hermanos Castaño. Ahora es evidente que no todos los paramilitares se desmovilizaron, que no todos los que se desmovilizaron eran paramilitares, que muchos desmovilizados se rearmaron y que las estructuras de este régimen de terror y violencia jamás fueron desmanteladas. Son los mismos, con el mismo apoyo de siempre, las mismas estructuras y fuentes de financiación pero con otros nombres (urabeños, paisas, águilas negras”) que los hacen funcionales a la idea de que ya no existe el paramilitarismo.
La alianza de sectores representativos de lo más atrasado de la economía rural asociados al latifundio ganadero, con el narcotráfico y lo más corrupto de la clase política, más el consabido apoyo militar y policial, mantiene un control sobre la institucionalidad local y cierta homogeneidad social, que presentan como un consenso y no como una imposición del terror y del miedo. Hoy como ayer los paras cuidan haciendas ganaderas, protegen cultivos, persiguen cualquier expresión crítica de la sociedad, aseguran rutas y embarcaderos de droga, hacen política, participan en procesos electorales y se oponen a cualquier modificación de la tenencia y uso de la tierra.
En este contexto se produjeron casi 600 asesinatos en Córdoba durante 2010 y 45 en lo que va corrido de 2011, incluidas las muertes violentas de los estudiantes uniandinos, que causó una impresionante reacción de un país “sorprendido” por una atroz acción criminal en una región que se presentaba como modelo de seguridad.
¿Acaso no insistieron altos funcionarios encabezados por el presidente y sus ministros, una y otra vez, en el mensaje según el cual Córdoba era un departamento libre de guerrillas y de paramilitares gracias a la seguridad democrática? No en vano en Córdoba prosperan haciendas ganaderas como El Ubérrimo, que creció desde los tiempos en que su dueño era gobernador de Antioquia y se mantuvo como un modelo de desarrollo durante ocho años de ejercicio presidencial, aun cuando en sus alrededores nunca dejaron de ocurrir masacres, asesinatos y desplazamiento de población. Por algunos de estos crímenes están enjuiciados o condenados importantes voceros de la clase política y ganadera, muy cercanos copartidarios y conocidos del propietario del Ubérrimo, cuyo silencio en estos días es muy elocuente.
Es lamentable que sea un crimen de estudiantes de una reconocida universidad privada el que mueva a la opinión pública a un rechazo contundente a estas formas de violencia. Este crimen merece una enérgica condena y una exigencia de esclarecimiento de los hechos y captura y juzgamiento de los responsables. Pero es necesario ir más allá. Es urgente superar una impunidad crónica frente a tantos crímenes y tanta violencia. Una impunidad enquistada en un aparato de justicia sometido a la presión y el terror, pero una impunidad aceptada en el ámbito público, auspiciada por cierta aceptación de la violencia como forma de acción política y control social, permitida y avalada durante años por una clase dirigente que aprendió a convivir y a justificar el paramilitarismo. Por eso algunas autoridades salen a decir hoy que el crimen de los estudiantes fue una “confusión”, el mismo argumento que usó el entonces gobernador de Córdoba José Miguel Amín en 1988 para justificar la masacre de Mejor Esquina, la primera de una serie de asesinatos colectivos que aún persisten en esta atribulada región del país.
Editorial de CODHES
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