Esta crónica —esta indignación, este dolor— se escribe al comenzar la
madrugada del miércoles 10 de julio de 2011: fuerzas policiales
disfrazadas de marcianos, de guerreros del siglo 25, de asesinos, qué sé
yo, atacan por tercer día consecutivo las instalaciones del antiguo
Liceo de Aplicación, en el centro de Santiago de Chile, tomadas por sus
alumnos alrededor de 11 semanas atrás. / LAGOS NILSSON.
Para juzgar a un hombre, decían los ingleses cuando su imperio
comenzaba a flaquear, no es necesario juzgar la bandera por la que
lucha, sino mirar cómo lucha por ella. En Chile se libra una batalla,
una más, de una larga guerra entre la conquista de derechos y el hecho
de que esos derechos se niegan. Una batalla que por ahora se
circunscribe a los estudiantes.
Los estudiantes libran una batalla. Dura.
Los estudiantes son parte de la bandada de palomas que —Violeta Parra
dixit— matan bajo la mirada del santo padre. Marx sostuvo que los
hombres —el género humano entonces—debía ser reivindicado antes de ser
clasificado. Alguna vez la Iglesia de Roma se definió por los pobres,
alguna vez a los pobres los encerraron en clases. Luego vino el
modernismo, el post cualquier cosa y la globalización.
En términos reales el mundo hace bastante cambió frente a las
categorizaciones clásicas formuladas cuando la revolución industrial.
Derecha e izquierda son referencias para ubicarnos en el mapa de una
ciudad que no es la misma. Lo que no quiere decir que los términos
descritos como injusticia, explotación y discriminación —eso que solía
ser el destino— hayan cambiado demasiado considerados en sí mismos.
Los estudiantes, especialmente los de enseñanza media, cuyo promedio
de edad es de entre 14 y 18 años, están inmersos en una guerra;
aceptaron un hecho histórico, ya no protagonizan batallas "locales" por
esto o aquello, tienen conciencia que son soldados de una guerra que
lleva muchos años y ha cobrado demasiadas víctimas.
Lo grandioso de su conducta es que aceptan su eventual derrota
personal: no luchan por ellos mismos, batallan por su futuro, pero en lo
fundamental por las generaciones que vendrán.
No se entiende el momentum chileno si no se acepta que el país está
en guerra —quizá consigo mismo—; y sobre todo si no se entiende que es
una guerra prolongada que la dictadura militar-cívica no pudo más que
acallar temporalmente al costo de un número indeterminado de torturas y
muertes.
Los estudiantes no son partiquinos que quieren o pretenden asumir
protagonismo en uina comedia de cómicos de la legua. Detrás de sus
banderas late el futuro del país. La dictadura negoció su "retiro" a lo
largo de la segunda mitad de los ochentas; la Concertación asumió
—traicionando las banderas que hizo enarbolar— en 1990. Durante 20 años
la ciudadanía chilena masticó el miedo y la derrota que engendró ese
miedo. Ya no.
La bandera
Hay asuntos, hoy en Chile, que parece que fueron antes; sólo que
antes en parte sus derrotas, las de los jóvenes, sucedieron por creer
todavía que los partidos políticos eran agrupaciones de hombres
honestos. No lo eran, no lo fueron: vendieron cada una de sus consignas.
Basta mirar la "revolución pingüina" de 2006 y lo que lograron.
Lo que obtuvieron fue sembrar. Sembraron la idea —o la realidad— de
que algo muy malo sucedía en el terreno de la educación. En 2011 los
brotes de esa siembra podrían constituir una buena cosecha. Por lo menos
el país constata que la educación de sus hijos está entregada a un zoco
siniestro. La idea de zoco es la realidad del lucro.
Así que los chicos, solos, partieron a la guerra. Hace tres días que
los gasean, en la noche, mientras duermen, en el Liceo de Aplicación;
antes los reventaron a patadas en el Abdón Cifuentes, y los estrujan en
el Instituto nacional, no hablemos de Iquique u otras ciudades de
provincia. Los colegios de niñas no lo pasan mejor, con el agravante de
que a las niñas les tocan el culo. Para no mencionar a los adolescentes
en huelga de hambre —que parece el gobierno está dispuesto a dejarlos
morir.
Comencé
a escribir esta indignada columna al comenzar la madrugada del
miércoles 10 de agosto; media hora después —01:22, hora de Chile— el
ataque ha menguado —a costa de hacer irrespirable el aire en la calle
Huérfanos de Santiago, donde en un local para 100 alumnos se supone
recibe educación 1.200. La imbecilidad del alcalde de Santiago, y él no
es culpable de serlo, no tiene, no quiere tener idea de eso.
En prácticamente todos los colegios tomados por sus alumnos —unos
200— se pudo constatar —por las madres y padres de esos alumnos— que a
sus hijos los subalimentaban. El Estado brindaba la cuota alimenticia
diaria, pero ésta no se repartía. Lo supieron cuando abrieron las
despensas; en los refrigeradoras había semanas de raciones, de carne,
por ejemplo, que nunca fue dada a los niños. Y en Santiago es conocido
el tráfico de esos alimentos.
Será, acaso, la libre empresa
Y el terrorista ministro del Interior se enoja porque se comparan sus
métodos de represión a los del Estado de Israel en Palestina, y el
torpe subsecretario del Interior olvida el proceso a que fue sometido en
la Argentina —por cobrar dineros por trabajos que nunca hizo— y habla
mofletudamente de moral.
En Chile, hoy, solo los estudiantes convocan y conmueven y
representan. Quizá por eso los gasean, apalean, persiguen, insultan.
Quizá por eso a diario se descubre un policía disfrazado —o
transvestido— de colegial promoviendo desórdenes y violencia en las
calles. Han sido fotografiados y fotografiadas sus identidades. El
último se refugió al ser descubierto en el Congreso Nacional de Chile en
la tarde del martes.
Interior asegura que investiga. Hipócritas. Por fortuna, al parecer,
el país, la ciudadanía, ya no comulga con ruedas de carreta. Mientras,
los chicos y siguen siendo gaseados por quítame esas pajas. Si la
ciudadanía quisiera, otro gallo cantaría (sin los próceres políticos de
turno, claro).
Los "encapuchados" de los desmanes, ¿quiénes son? El país vio cómo se
quemaba un auitomóvil, pudo ver también que no hubo policía para
impedirlo o para detener a los vándalos. La quema no se produjo, como es
natural, en pocos segundos. Según la tele y otras filmaciones.
No importa, ningún medio periodístico chileno consigna ciertos
hechos. Acaso no puedan. Acaso hay una "torta publicitaria" de la que se
aspitra a reccibir un trozo. O acaso sus pequeñas almas de mascota
vibran al unísono con la de Hinzpeter o la de Ubilla.
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