Niños haití |
Hernando Calvo Ospina
Rebelión
Es de las pocas cosas por donde se pueden pasear los ojos mientras se hace la fila para pasar migración, en el aeropuerto de Santa Cruz, Bolivia. Es una gran pancarta que vende servicios de telefonía. La paciente espera y el cansancio del viaje no pueden impedir que un extranjero se pregunte: ¿estoy en Bolivia?
Ninguna de las tres jóvenes utilizadas para ofrecer la mercancía tiene los rasgos indios que posee el 70% de las mujeres en este país. Parece que las indias no sirven para vender en los comerciales, solo en los mercados y calles. Algo idéntico vi en Ecuador y Perú.
El recuerdo de esa pancarta me llevó a buscar unas notas que tenía guardadas desde 1991, cuando hice un reportaje en Haití. A pesar de conocer bien de cerca la cara de la pobreza, lo que encontré en ese país no tenía igual (¡y hoy es peor!). Por tanto fue alucinante lo que leí en muchas calles.
En el camino del aeropuerto a Puerto Príncipe existía una inmensa valla que en francés decía: “Somos el sólo club realmente interesado por su salud. Venga a visitarnos, adelgace.”
Los buses, unos pequeños vehículos denominados “tap-tap”, son bien llamativos por sus colores y figuras, algo típico en casi todos los países de América latina y el Caribe. Entre tan variada pintura se encuentran frases como estas: “La gloria de Jehová”, “Dios, único amo”, “Virgen de los milagros”, “Gracias gran Padre”, “Viva Jesucristo, rey de Haití”, etc. En la parte trasera exterior de muchos tap-tap estas palabras acompañan dibujos que recuerdan pasajes bíblicos como la “Última Cena”, Jesucristo cargando la cruz, la Virgen María con su hijo en brazos, etc. Una de ellas rompía con lo habitual: la frase “Grandeza de Dios” acompañaba a un musculoso Rambo con sus poderosas armas. Otra digna de la atención fue aquella que mostraba a un dios de barba y cabellos blancos, ojos azules y piel rosada que bendecía desde las nubes a unos negritos humildemente arrodillados.
En el centro de la ciudad existía una valla que no se sabía si aplastaba una vieja casa o la sostenía. Ahí se anunciaban finas gafas solares tales que Ray Ban, Helena Rubinstein e Yves Saint-Laurent, entre otras. Desconcertado quedé cuando en esa misma plaza otro anuncio ofrecía “La paz a tus cabellos”. En la foto, quien atestiguaba la calidad del producto era una rubia de ojos azules. A pocos metros de ahí, una agencia de viajes instalada en una modesta edificación tenía una propaganda pintada en la pared. Ella prometía en Miami la “Felicidad de su vida”, seguramente con las dos rubias que en tangas gozaban de las olas.
Pétionville, aunque pretende presentarse como una ciudad aparte de la capital, en realidad hace parte de ella. Está situada en las colinas con sus inmensas y lujosas mansiones. Abajo está Cité Soleil, donde la palabra pobreza se queda corta. Toda la basura y mierda que produce Pétionville termina en la mal denominada Ciudad Sol. El único adorno oficial que llevan las enlodadas calles de Cité Soleil son las placas que anuncian su nombre. Aunque no se crea, éstas fueron construidas en Estados Unidos por orden del dictador Jean-Claude Duvalier, “Bebé Doc”, quien gobernó entre 1971 y 1986 después de su padre, François Duvalier, “Papá Doc”.
Aunque los Duvalier ya no gobernaban a la fecha de mi reportaje, los billetes impresos a su gusto seguían circulando. Llevaban su foto, y abajito de ella decía en tinta indeleble: “Président à vie” (Presidente de por vida). En el mismo papel moneda se escribió: “Este billete, emitido conforme a la Constitución de la República de Haití, es pagadero al portador en moneda legal de Estados Unidos de América a la tasa de cinco gourdes por un dólar.”
Como hoy, hace veinte años la educación pública en Haití es extremadamente limitada. En cambio los anuncios de centros de enseñanza privada eran exageradamente numerosos en el centro de Puerto Príncipe. En solo cuatro cuadras de la avenida Martín Luther King logré contar 17 pancartas o pasacalles que anunciaban a diferentes de ellos. No averigüé si existía clientela para tanta oferta. La mensualidad promedio es de 25 dólares, y ni siquiera existe un salario mínimo establecido para los pocos que cuentan con trabajo fijo. Aunque el 99% de la población habla creole toda la información de las pancartas es en francés. Aquí algunos ejemplos: “Colegio Leo Defay (profesores calificados y serios)”, “Instituto mixto Hermanos Mariot: si el dinero hace al hombre rico, la educación lo hace señor”, “Instituto de belleza y centro de perfeccionamiento: las mujeres con estilo logran todo”; “Colegio Hugue Chrysosto: el centro del pensamiento científico para una educación haitiana de clase internacional”. Tanta palabra no alcanza a ingresar en tan estrechos locales. La Universidad Caraibe sí cuenta con un buen edificio, donde se puede aprender “agronomía, gestión, contabilidad, y ciencias de la informática”. Pero lo más importante es que los educandos al graduarse reciben el “Diploma High School”, que si bien lo entendí de la publicidad es, o vale por, un “S.A.T. (examen para el ingreso a las universidades de USA)”.
Y en una de las ocasiones en que anotaba “¡Viva la cristocracia!”, un anciano vestido con harapos se acercó a pedirme limosna. Me negué amablemente, como lo hago en cualquier otro país. Él, con toda naturalidad, me maldijo en francés. Como supuso que no le entendí, me lo repitió en creole. Y como siguió dudando de que su mensaje hubiera sido bien interpretado, me lo espetó en inglés y castellano. Quedé admirado: en medio de tanta miseria ¡un limosnero que manejaba cuatro idiomas! A pesar de su maldición esa noche nada me sucedió.
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