Por: Miguel Urbano Rodrigues
Con paciencia, tedio e incomodidad acompañé las intervenciones de José Sócrates en el debate sobre la moción de censura presentada por el Bloque de Izquierda.
Sé que la intimidad con el significado real de las palabras es siempre escasa en el discurso del Primer Ministro. Pero no escribo para comentar su estilo oratorio, que trae a la memoria personajes de Eça.
Lo que motiva esta reflexión es el anatema que lanzó sobre dos palabras: radicalismo y revolucionario.
Pronunció ambas casi airadamente, con desprecio, para calificar actitudes e ideas que identifica como peligrosas y socialmente condenables. Fue enfático cuando declaró el radicalismo y la opción revolucionaria irresponsables e incompatibles con aquello que para él es la democracia.
Cuando en la bancada del PS una fuerte ovación saludó la sentencia socrática, me distancié unos momentos del discurso.
Su alocución me lanzó a una breve meditación. Hice un esfuerzo para imaginar al joven Sócrates durante las jornadas del 25 de abril, cuando el pueblo portugués en las calles construía historia, como sujeto. Desistí.
Pero, conocedor de las limitaciones instructivas del Sócrates adulto, y de su ignorancia de la Historia como madre de las ciencias, me pregunté si algún asesor la habría hablado de la influencia decisiva y positiva que, para el avance de la humanidad, tuvieron rupturas sociales inseparables de la victoria de movimientos y rebeliones radicales y revolucionarios.
La lista sería muy extensa. Citaré apenas algunos ejemplos.
En el siglo XVI el pueblo de Holanda, recurriendo a las armas, luchó durante décadas por su independencia contra los ocupantes españoles. A los revolucionarios de las provincias rebeladas en Madrid les llamaban herejes, locos, irresponsables. Mas los holandeses vencieron y durante décadas hicieron de su país la mayor potencia naval y financiera del mundo.
En el siglo XVII, cuando en Inglaterra las clases oprimidas se levantaron contra la monarquía corrupta de Carlos I y el descompuesto rey fue decapitado, Cromwell fue satanizado como monstro sanguinario. Pero la revolución de 1648 promovió reformas políticas radicales, que señalaron el inicio de una era de progreso.
La Revolución francesa de 1789 suscitó la indignación y hostilidad de las fuerzas conservadoras de toda Europa. Las decisiones radicales de la Convención, tomadas en beneficio del pueblo, movilizaron contra Francia a las monarquías feudales. Pero el clamor de «libertad, igualdad, fraternidad», criminal para los opresores, traspasó las fronteras de Europa, y las ideas de la Revolución francesa se impusieron y cambiaron la vida de la humanidad.
Contra la Revolución rusa de octubre de 1917 se unieron las fuerzas reaccionarias de Europa, América y Asia. Semidestruida por la guerra, famélica, la Rusia revolucionaria fue invadida y saqueada por las potencias de la Entente. Una campaña mundial feroz presentó a la joven república soviética como sucursal del infierno. Pero la revolución, cuya primera meta era la construcción del socialismo, se defendió victoriosamente de la ofensiva imperialista, venció. No hubo calumnia que no fuese volcada en el Occidente capitalista contra el partido de Lenin y el ideal humanista del comunismo. Mas hoy hasta los historiadores de la burguesía reconocen que las grandes conquistas sociales de los trabajadores europeos no hubieran sido posibles sin el miedo al comunismo, la ideología que se proponía erradicar de la Tierra la explotación del hombre por el hombre.
Radicales y revolucionarios fueron también los dirigentes del Tercer Mundo que en la segunda mitad del siglo XX recurrieron a la lucha armada para exigir la independencia de sus pueblos en Asia y África.
Nosotros los portugueses no olvidamos que, en los años de la guerra colonial, los patriotas de Guinea Bissau, de Cabo Verde, de Angola, de Mozambique eran calificados de bandidos y asesinos por el fascismo. Pero, pasados pocos años, sus dirigentes dormirían en el palacio de los antiguos reyes de Portugal y, aplaudidos con respeto, discursarían en la Asamblea de la República donde hoy, arrogante, se exhibe en la tribuna el politiquero que ofende el nombre del griego Sócrates.
BLANCO ERRADO
En su catilinaria contra el radicalismo y la idea de Revolución, el Primer Ministro no se limitó a demostrar su desconocimiento de la historia.
Erró el tiro al colocar los rótulos de extremista, radical, revolucionario al partido que presentara la moción de censura a su gobierno.
En el propósito de este artículo no cabe hacer una exégesis ideológica del Bloque de Izquierda. Mas creo útil esclarecer que identifico en él a un movimiento al cual se aplica un comentario de Lenin al definir a organizaciones similares como «pequeño burgueses rabiosos ». Veo en el Bloque de Izquierda un partido ruidoso, pero progresivamente integrado al sistema y, por eso, acariciado por los media llamados de referencia.
Para finalizar, recuerdo que el Primer Ministro usó y abusó de la palabra democracia y, en exercicio de cretinismo parlamentario, afirmó con impostación ser de centro izquierda.
Admito que en su conflicto con el significado de las palabras él sea incapaz de comprender que en Portugal, aun cuando esté en vigor una Constitución democrática, ella no se cumple, y el pueblo soporta una dictadura de la burguesia de fachada democrática. En cuanto al centro izquierda, la confidencia envuelve el reconocimiento de un leve cambio de rumbo. No hace mucho su partido proclamaba ser de izquierda. Pero, cabe preguntar, ¿qué es el centro izquierda en Portugal? Nada. José Sócrates es un político de derecha.
Creo expresar una evidencia al recordar que una parcela ponderable del pueblo portugués identifica en él al Primer Ministro más reaccionario desde el 25 de abril.
Vila Nova de Gaia, 11 de marzo de 2011
Sé que la intimidad con el significado real de las palabras es siempre escasa en el discurso del Primer Ministro. Pero no escribo para comentar su estilo oratorio, que trae a la memoria personajes de Eça.
Lo que motiva esta reflexión es el anatema que lanzó sobre dos palabras: radicalismo y revolucionario.
Pronunció ambas casi airadamente, con desprecio, para calificar actitudes e ideas que identifica como peligrosas y socialmente condenables. Fue enfático cuando declaró el radicalismo y la opción revolucionaria irresponsables e incompatibles con aquello que para él es la democracia.
Cuando en la bancada del PS una fuerte ovación saludó la sentencia socrática, me distancié unos momentos del discurso.
Su alocución me lanzó a una breve meditación. Hice un esfuerzo para imaginar al joven Sócrates durante las jornadas del 25 de abril, cuando el pueblo portugués en las calles construía historia, como sujeto. Desistí.
Pero, conocedor de las limitaciones instructivas del Sócrates adulto, y de su ignorancia de la Historia como madre de las ciencias, me pregunté si algún asesor la habría hablado de la influencia decisiva y positiva que, para el avance de la humanidad, tuvieron rupturas sociales inseparables de la victoria de movimientos y rebeliones radicales y revolucionarios.
La lista sería muy extensa. Citaré apenas algunos ejemplos.
En el siglo XVI el pueblo de Holanda, recurriendo a las armas, luchó durante décadas por su independencia contra los ocupantes españoles. A los revolucionarios de las provincias rebeladas en Madrid les llamaban herejes, locos, irresponsables. Mas los holandeses vencieron y durante décadas hicieron de su país la mayor potencia naval y financiera del mundo.
En el siglo XVII, cuando en Inglaterra las clases oprimidas se levantaron contra la monarquía corrupta de Carlos I y el descompuesto rey fue decapitado, Cromwell fue satanizado como monstro sanguinario. Pero la revolución de 1648 promovió reformas políticas radicales, que señalaron el inicio de una era de progreso.
La Revolución francesa de 1789 suscitó la indignación y hostilidad de las fuerzas conservadoras de toda Europa. Las decisiones radicales de la Convención, tomadas en beneficio del pueblo, movilizaron contra Francia a las monarquías feudales. Pero el clamor de «libertad, igualdad, fraternidad», criminal para los opresores, traspasó las fronteras de Europa, y las ideas de la Revolución francesa se impusieron y cambiaron la vida de la humanidad.
Contra la Revolución rusa de octubre de 1917 se unieron las fuerzas reaccionarias de Europa, América y Asia. Semidestruida por la guerra, famélica, la Rusia revolucionaria fue invadida y saqueada por las potencias de la Entente. Una campaña mundial feroz presentó a la joven república soviética como sucursal del infierno. Pero la revolución, cuya primera meta era la construcción del socialismo, se defendió victoriosamente de la ofensiva imperialista, venció. No hubo calumnia que no fuese volcada en el Occidente capitalista contra el partido de Lenin y el ideal humanista del comunismo. Mas hoy hasta los historiadores de la burguesía reconocen que las grandes conquistas sociales de los trabajadores europeos no hubieran sido posibles sin el miedo al comunismo, la ideología que se proponía erradicar de la Tierra la explotación del hombre por el hombre.
Radicales y revolucionarios fueron también los dirigentes del Tercer Mundo que en la segunda mitad del siglo XX recurrieron a la lucha armada para exigir la independencia de sus pueblos en Asia y África.
Nosotros los portugueses no olvidamos que, en los años de la guerra colonial, los patriotas de Guinea Bissau, de Cabo Verde, de Angola, de Mozambique eran calificados de bandidos y asesinos por el fascismo. Pero, pasados pocos años, sus dirigentes dormirían en el palacio de los antiguos reyes de Portugal y, aplaudidos con respeto, discursarían en la Asamblea de la República donde hoy, arrogante, se exhibe en la tribuna el politiquero que ofende el nombre del griego Sócrates.
BLANCO ERRADO
En su catilinaria contra el radicalismo y la idea de Revolución, el Primer Ministro no se limitó a demostrar su desconocimiento de la historia.
Erró el tiro al colocar los rótulos de extremista, radical, revolucionario al partido que presentara la moción de censura a su gobierno.
En el propósito de este artículo no cabe hacer una exégesis ideológica del Bloque de Izquierda. Mas creo útil esclarecer que identifico en él a un movimiento al cual se aplica un comentario de Lenin al definir a organizaciones similares como «pequeño burgueses rabiosos ». Veo en el Bloque de Izquierda un partido ruidoso, pero progresivamente integrado al sistema y, por eso, acariciado por los media llamados de referencia.
Para finalizar, recuerdo que el Primer Ministro usó y abusó de la palabra democracia y, en exercicio de cretinismo parlamentario, afirmó con impostación ser de centro izquierda.
Admito que en su conflicto con el significado de las palabras él sea incapaz de comprender que en Portugal, aun cuando esté en vigor una Constitución democrática, ella no se cumple, y el pueblo soporta una dictadura de la burguesia de fachada democrática. En cuanto al centro izquierda, la confidencia envuelve el reconocimiento de un leve cambio de rumbo. No hace mucho su partido proclamaba ser de izquierda. Pero, cabe preguntar, ¿qué es el centro izquierda en Portugal? Nada. José Sócrates es un político de derecha.
Creo expresar una evidencia al recordar que una parcela ponderable del pueblo portugués identifica en él al Primer Ministro más reaccionario desde el 25 de abril.
Vila Nova de Gaia, 11 de marzo de 2011
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