Gilberto Vieira : Gran dirigente Comunista Colombiano del siglo XX |
“Nos enseñaban que las ideas desataban persecuciones y que la vida es combate”
“Filosóficamente, desde muy joven, he tratado de formarme en los principios del materialismo dialéctico e ideológicamente en los del marxismo-leninismo”, escribió Gilberto Vieira en 1991, en la libreta blanca de sus memorias. “Aunque abandoné en la adolescencia y en Manizales las creencias religiosas, siempre he respetado la religión de mis progenitores, que fueron cristianos sinceros. Pero he creído un poco en el destino, casi como los antiguos griegos. Esta creencia, quizá irracional, tiene raíces en episodios de mi infancia y juventud, que me lanzaron al torrente de la lucha revolucionaria…”
El escritor manizalita José Hurtado García (1911-1967) fue íntimo amigo de Gilberto Vieira. En su libroAbril del corazón, publicado en Bogotá por Ediciones Espiral en aquel aciago 1952, en plena Violencia, Hurtado García relató “La expulsión”, episodio que marcó el rumbo en la vida de su condiscípulo cuando ambos rondaban los 17 años.
Quiso la autocensura que el autor trastocara u omitiera algunos nombres. “Humberto” es Gilberto; el “Instituto” es el colegio de bachillerato Instituto Universitario de Caldas; el “centro literario de nombre aéreo” es el Centro Ariel; “el rector ortodoxo” es Francisco Marulanda Correa; el sacerdote tolerante era, aparentemente, el padre Nazario Restrepo.
El episodio lo rememora también Gilberto Vieira en la libreta blanca y se lo relata a María Teresa Herrán en Gilberto Vieira: el torrente de una vida, entrevistas de varios autores, un proyecto apoyado por Colciencias y próximo a aparecer.
La expulsión
Por José Hurtado García
Humberto era el más simpático de nuestros condiscípulos.
Lo distinguíamos primero como el estudiante de la bicicleta, ya que en ese tiempo era el único que utilizaba tal sistema de transporte para viajar a su casa de la Avenida. Más tarde supimos de su desbordada afición por los libros. Aventuras, novelas, versos, historia, todo cuanto cuaderno caía en sus manos, era devorado por sus pupilas. Alegre y desprevenido, la vida se le insinuaba con las posibilidades más dóciles. Renuevo de respetable familia, emparentado con un gran caudillo, dueño de una inteligencia ágil, vivaz, despierta, nadie hubiera puesto ácidas posibilidades en su horóscopo.
A los quince años tenía una biblioteca numerosa. Pasada la etapa cordial de la infancia, ya se adentraba por los mejores autores. Ortega y Gasset, Eugenio D’Ors, Azorín, Ramón del Valle Inclán, Miguel de Unamuno, Gabriel Miró, Pío Baroja, se iban adueñado de su sensibilidad.
A la clase de geometría llevaba los volúmenes para mezclarlos con las hipotenusas, las cuerdas, los radios. El profesor le pronosticó el fracaso en las matemáticas. Los familiares dominados por la ingeniería, envejecidos en los caminos selvosos, habían sido olvidados.
Vivía el país una dura agitación social. Las ideas revolucionarias se hincaban en las masas obreras y entre las juventudes. También a aquel Instituto llegaron los caminos de la propaganda, impregnando los espíritus más generosos. Como Sashka Yegulev, aspiraban a ser útiles, a defender un evangelio de igualdad y de bien o a sacrificarse sin miedo. Amaban sentimentalmente al pueblo y creían fogosamente en la virtud de las ideas nobles. Sus corazones puros desconocían todo lo equívoco. Eran unos ángeles de la revuelta.
Humberto, una noche realmente histórica para nosotros, fue invitado a formar parte de un centro literario de nombre aéreo donde se reunían los más destacados epígonos de la rectoría, de las ideas reinantes, del tradicionalismo. Cuando todos esperaban que pronunciaría un elogio dulzarrón del profesorado o leería un cuento romántico, pronunció duras palabras admonitorias sobre las injusticias humanas, sobre la desigualdad económica, anunciando que como en el poema de Guillermo Valencia, ya se advertían “de un sol de juventud los resplandores”. El escándalo no puede reconstruirse.
Aquellas gentes sumisas sintieron escalofrío. Se lanzaban miradas de asombro triste. Se sentían culpables. No sabían cómo salir del paso. Un silencio oleoso pringaba el aire. Como de una catacumba de carbonarios fueron saliendo en tropel directo hacia el silencio de los dormitorios.
Al día siguiente todo se supo. Comenzaron las inquisiciones en torno al gran suceso. Fueron llamados el Director de Educación, el padre de Humberto, los profesores miembros de la directiva. El rector, ortodoxo hasta el desafío, lanzó sus sentencias inapelables. Solamente un sacerdote que sobresalía en su devoción por la pintura, la poesía y la música y por su espíritu tolerante, se opuso a que funcionara la guillotina de las ideas. Pero todo fue inútil.
Aquella mañana de sábado no se nos borra. El rector entonó con furia su acometida. Con ademán furioso de guerrillero, abofeteó desde la cátedra todas las ideas renovadoras, hizo levantar a Humberto ante la comunidad, le lanzó su apóstrofe y lo hizo abandonar en el mismo acto el establecimiento. Nuestro condiscípulo, con gesto altivo tomó su bicicleta. Había muerto la edad de rosa. Nos enseñaban que las ideas desataban persecuciones y que la vida es combate.
Humberto siguió sus normas de hombre de lucha hasta lograr jefaturas enaltecidas. En su generación, brilla su inteligencia como una gema. Su estampa moza se ha paseado por sindicatos, parlamentos y cárceles. Es un iluminado. Como en su niñez, como en su juventud, los libros siguen siendo sus camaradas. Quizá recuerde cordialmente esta expulsión porque ella lo lanzó a la pista de sus victorias
“Filosóficamente, desde muy joven, he tratado de formarme en los principios del materialismo dialéctico e ideológicamente en los del marxismo-leninismo”, escribió Gilberto Vieira en 1991, en la libreta blanca de sus memorias. “Aunque abandoné en la adolescencia y en Manizales las creencias religiosas, siempre he respetado la religión de mis progenitores, que fueron cristianos sinceros. Pero he creído un poco en el destino, casi como los antiguos griegos. Esta creencia, quizá irracional, tiene raíces en episodios de mi infancia y juventud, que me lanzaron al torrente de la lucha revolucionaria…”
El escritor manizalita José Hurtado García (1911-1967) fue íntimo amigo de Gilberto Vieira. En su libroAbril del corazón, publicado en Bogotá por Ediciones Espiral en aquel aciago 1952, en plena Violencia, Hurtado García relató “La expulsión”, episodio que marcó el rumbo en la vida de su condiscípulo cuando ambos rondaban los 17 años.
Quiso la autocensura que el autor trastocara u omitiera algunos nombres. “Humberto” es Gilberto; el “Instituto” es el colegio de bachillerato Instituto Universitario de Caldas; el “centro literario de nombre aéreo” es el Centro Ariel; “el rector ortodoxo” es Francisco Marulanda Correa; el sacerdote tolerante era, aparentemente, el padre Nazario Restrepo.
El episodio lo rememora también Gilberto Vieira en la libreta blanca y se lo relata a María Teresa Herrán en Gilberto Vieira: el torrente de una vida, entrevistas de varios autores, un proyecto apoyado por Colciencias y próximo a aparecer.
La expulsión
Por José Hurtado García
Humberto era el más simpático de nuestros condiscípulos.
Lo distinguíamos primero como el estudiante de la bicicleta, ya que en ese tiempo era el único que utilizaba tal sistema de transporte para viajar a su casa de la Avenida. Más tarde supimos de su desbordada afición por los libros. Aventuras, novelas, versos, historia, todo cuanto cuaderno caía en sus manos, era devorado por sus pupilas. Alegre y desprevenido, la vida se le insinuaba con las posibilidades más dóciles. Renuevo de respetable familia, emparentado con un gran caudillo, dueño de una inteligencia ágil, vivaz, despierta, nadie hubiera puesto ácidas posibilidades en su horóscopo.
A los quince años tenía una biblioteca numerosa. Pasada la etapa cordial de la infancia, ya se adentraba por los mejores autores. Ortega y Gasset, Eugenio D’Ors, Azorín, Ramón del Valle Inclán, Miguel de Unamuno, Gabriel Miró, Pío Baroja, se iban adueñado de su sensibilidad.
A la clase de geometría llevaba los volúmenes para mezclarlos con las hipotenusas, las cuerdas, los radios. El profesor le pronosticó el fracaso en las matemáticas. Los familiares dominados por la ingeniería, envejecidos en los caminos selvosos, habían sido olvidados.
Vivía el país una dura agitación social. Las ideas revolucionarias se hincaban en las masas obreras y entre las juventudes. También a aquel Instituto llegaron los caminos de la propaganda, impregnando los espíritus más generosos. Como Sashka Yegulev, aspiraban a ser útiles, a defender un evangelio de igualdad y de bien o a sacrificarse sin miedo. Amaban sentimentalmente al pueblo y creían fogosamente en la virtud de las ideas nobles. Sus corazones puros desconocían todo lo equívoco. Eran unos ángeles de la revuelta.
Humberto, una noche realmente histórica para nosotros, fue invitado a formar parte de un centro literario de nombre aéreo donde se reunían los más destacados epígonos de la rectoría, de las ideas reinantes, del tradicionalismo. Cuando todos esperaban que pronunciaría un elogio dulzarrón del profesorado o leería un cuento romántico, pronunció duras palabras admonitorias sobre las injusticias humanas, sobre la desigualdad económica, anunciando que como en el poema de Guillermo Valencia, ya se advertían “de un sol de juventud los resplandores”. El escándalo no puede reconstruirse.
Aquellas gentes sumisas sintieron escalofrío. Se lanzaban miradas de asombro triste. Se sentían culpables. No sabían cómo salir del paso. Un silencio oleoso pringaba el aire. Como de una catacumba de carbonarios fueron saliendo en tropel directo hacia el silencio de los dormitorios.
Al día siguiente todo se supo. Comenzaron las inquisiciones en torno al gran suceso. Fueron llamados el Director de Educación, el padre de Humberto, los profesores miembros de la directiva. El rector, ortodoxo hasta el desafío, lanzó sus sentencias inapelables. Solamente un sacerdote que sobresalía en su devoción por la pintura, la poesía y la música y por su espíritu tolerante, se opuso a que funcionara la guillotina de las ideas. Pero todo fue inútil.
Aquella mañana de sábado no se nos borra. El rector entonó con furia su acometida. Con ademán furioso de guerrillero, abofeteó desde la cátedra todas las ideas renovadoras, hizo levantar a Humberto ante la comunidad, le lanzó su apóstrofe y lo hizo abandonar en el mismo acto el establecimiento. Nuestro condiscípulo, con gesto altivo tomó su bicicleta. Había muerto la edad de rosa. Nos enseñaban que las ideas desataban persecuciones y que la vida es combate.
Humberto siguió sus normas de hombre de lucha hasta lograr jefaturas enaltecidas. En su generación, brilla su inteligencia como una gema. Su estampa moza se ha paseado por sindicatos, parlamentos y cárceles. Es un iluminado. Como en su niñez, como en su juventud, los libros siguen siendo sus camaradas. Quizá recuerde cordialmente esta expulsión porque ella lo lanzó a la pista de sus victorias
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