“Hay que vivirlo para contarlo”. La salud en Colombia es un desastre, convertida en un lucrativo negocio privado, en muchos casos disfrazado de altruismo sin ánimo de lucro. Casos se han visto de avivatos que se aprovechan del dinero de los afiliados al sistema para enriquecerse, sin ningún control, hasta que llega la crisis y la intervención de los organismos de control para administrar la liquidación con el enorme daño a los trabajadores.
Es la consecuencia de la ley 100, bautizada “ley Drácula” por el inolvidable Manuel Cepeda Vargas. Ex director de VOZ y parlamentario comunista, que la combatió en el Congreso de la República, porque, advirtió: “acabará con el sistema público en favor de los negociantes de la salud del pueblo”. No se equivocó, los hechos así lo demostraron. Se confirmó el concepto marxista de que en el capitalismo todo es mercancía.
La ley 100 surgió al amparo de la política neoliberal de las privatizaciones del gobierno de César Gaviria Trujillo, cuyo ponente y defensor a ultranza fue el entonces senador Álvaro Uribe Vélez. Fue aprobada en medio del frenesí de la Constitución de 1991, que estableció un catálogo de derechos y de participación ciudadana a cambio de institucionalizar el libre mercado neoliberal en favor del capital, de los monopolios, de las transnacionales y del capital extranjero.
Los derechos y los mecanismos de participación ciudadana desaparecieron o se menguaron en la orgía contrarreformista y a través de la llamada reglamentación de la Constitución del 91. En cambio se fortaleció el neoliberalismo, que cabalgó sobre el reinado de lo privado y la anulación del intervencionismo de Estado.
Las encuestas gubernamentales no registran las miles de personas que fallecen cada año en el “paseo de la muerte” o por la desatención de “su” Empresa Prestadora de Salud (EPS). El desfile de hombres y mujeres, en largas e interminables colas diarias, para pedir una cita o la remisión para un examen o una cirugía, es aterrador. Es un espectáculo infame. Hay ancianos que llevan esperando hasta cinco años para una cirugía o pacientes con grave enfermedad que no encuentran pronta atención por la maraña de trámites y del papeleo innecesario. El Estatuto de la Salud que acaba de ser sancionado es apenas un maquillaje más que refuerza a los mercaderes de la salud a pesar de la demagogia gubernamental. No convence a trabajadores, a médicos ni a usuarios.
La ley 100 se convirtió en la niña de los ojos del capital, intocable. Las muchas reformas han sido para perfeccionarla como mercancía en favor del interés privado. Un gobierno democrático tiene la enorme misión de derogarla sin tapujos ni salvedades, para abrirle el paso a una ley que beneficie a las mayorías, para que la salud sea un derecho esencial.
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